Los enormes problemas y las múltiples y complejas divisiones siguen ahí, no han desaparecido. No hay milagros. Pero las recientes elecciones al Parlamento Europeo han cambiado muchas cosas, y pese, o debido, a la fragmentación que han producido, podrían marcar un nuevo comienzo político para el proyecto europeo. Para empezar, los nacional-populismos euroescépticos, aunque con una marcada presencia, no van a tener capacidad de veto. Ni siquiera están de acuerdo entre ellos. Pero desaprovechar la ocasión para impulsar un desarrollo de la UE más próximo a los problemas y sentires de los ciudadanos los llevaría a crecer. Por otra parte, en estos comicios, pese al triunfo de Nigel Farage y su Partido del Brexit, más personas han votado en el Reino Unido a favor de una nueva consulta (¿con qué pregunta?, sin embargo) que de la salida. Esa saga sigue, con tiempos largos.
En Alemania, tras su marcado retroceso, es cuestión de tiempo la salida de los socialdemócratas de la coalición de gobierno con los demo y socialcristianos, más aún cuando Angela Merkel ha anunciado que no repetirá como canciller. Pese a estar a la cabeza de la economía más poderosa y del país más poblado de la UE, le debilita de cara a las negociaciones sobre quiénes dirigirán las instituciones de la Unión, aunque no cabe excluir del todo que ella misma acabe de presidenta del Consejo Europeo. Pero de ahí no vendrá ese nuevo comienzo. Merkel ha sido una política pragmática, que probablemente ha salvado Europa (el euro, Grecia, los refugiados) en la crisis, pero a un precio para muchos y sin una visión. Nunca ha sido una política de visión.
Tras las euroelecciones se ha abierto la posibilidad de una nueva coalición para impulsar la Unión, entre socialistas y socialdemócratas, verdes y liberales, entre otros. Se ha entendido en el Parlamento Europeo y en los gobiernos. Sería una novedad. Emmanuel Macron la necesita para su agenda interior francesa. Como siempre en política, se trata de unir ideas a personas en las instituciones (Comisión Europea, Consejo Europeo, presidencia del Parlamento Europeo y Banco Central Europeo). En esto, el Gobierno de Pedro Sánchez ha empezado a demostrar que tiene peso que aportar en el debate, tanto en términos de propuestas de personas, como de nacionalidades –faltan aún ideas–, en una negociación de difíciles equilibrios (adecuación y pericia, orientación, nacionalidad, familia política y género). Esta es una negociación que han empezado a llevar a cabo los Gobiernos, lo que no significa caer en una Europa intergubernamental, frente al propio Parlamento, y restablecer algunos equilibrios institucionales que se habían perdido. Es también una renovación en buena parte generacional. La generación de Jean-Claude Juncker, la de la posguerra mundial, está completamente de salida. Llega otra con otras vivencias y visiones, ni mejores ni peores, sino diferentes. Que no se equivoque.
España, como decimos, está en buena posición de influir mucho más. Porque (salvo sorpresa), Pedro Sánchez va a contar con cuatro años sin elecciones –salvo la catalana, previsiblemente después de la sentencia del juicio en el Tribunal Supremo–, con más eurodiputados socialistas que ningún otro país en el Parlamento Europeo, y, sobre todo, con una reorientación de la política exterior y europea, ya en marcha en los meses anteriores, hacia París, con Macron, Berlín, con Merkel –las relaciones entre París y Berlín no van tan bien como dejó entrever el acuerdo bilateral de Aquisgrán en enero–, y con Lisboa. Italia, a su manera. No hay G3, pero sí un posible G2+1 (España, aunque algunos conservadores alemanes quieren a Polonia en esa posición), o G2+2 (con Portugal), que puede marcar la Unión en estos próximos y decisivos años, en el que el mundo se está moviendo a su derredor sin que ella haga nada. Y tiene que recuperar la capacidad de propuestas perdida hace años.
Ahora bien, como decimos, una cuestión son las instituciones y las personas para encabezarlas, y otra la idea, o las ideas, que ha de impulsar a esta Europa en estos tiempos. La economista Mariana Mazzucato propone que la UE asuma una misión para estos años, como el sputnik de la Unión Soviética, la llegada a la Luna de EEUU, o el convertirse en la primera potencia tecnológica mundial de China. En concreto, Mazzucato propone que la UE se ponga a la cabeza del mundo en materia de lucha contra el cambio climático, aunque habría otras cuestiones, que ella misma impulsa, como la de recuperar la soberanía digital (como propone Macron) ante un nuevo colonialismo digital, agradable, pero que no viene vacío, sino que trae con él una cultura que sólo compartimos en parte. Eso, sí, sin hacer el ridículo como cuando en 2000 la UE proclamó, en la Agenda de Lisboa (mal de objetivos y mal de métodos) convertir la Unión en “la economía del conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, antes de 2010, capaz de un crecimiento económico duradero acompañado por una mejora cuantitativa y cualitativa del empleo y una mayor cohesión social”. Aunque Europa ha dejado escapar varios trenes que han salido de la estación sin ella, el objetivo sigue siendo válido para coger otros y, especialmente, para reconectar economía, sociedad y política que se han separado en estos años, con medidas concretas, no mera palabrería como la reciente (y perdida) declaración de Sibiu. Pero hay que aunar visión, consensos y capacidades para no generar frustraciones.