Para una potencia media como España, la Unión Europea (UE) sigue siendo una criatura vital para nuestro bienestar y seguridad. Por eso, sin olvidar sus carencias y sus errores, quienes asumimos que a escala nacional no es posible responder con ciertas garantías de éxito a los riesgos y amenazas que hoy nos afectan, seguimos ocupados (y preocupados) por intentar potenciar su papel por encima del de los Estados que la conforman. Le pedimos más porque la necesitamos, porque no tenemos ninguna opción mejor para mantener los privilegios que nos definen como el club más exclusivo del planeta y porque es la vía más sólida para defender nuestros intereses (personales y colectivos).
Necesitamos, por tanto, más Unión (y no menos), pero eso no quiere decir que nos valga cualquier Unión. Por eso no podemos ver con buenos ojos que:
- Guiados por un afán mercantilista centrado en el beneficio a corto plazo y obnubilados con la falsa idea de que el mercado tiene soluciones para todo (frente a un Estado percibido como un problema en sí mismo), se pretende presentar el acuerdo TTIP como una bendición para los 500 millones de ciudadanos de la Unión. No se trata de rechazarlo por preferir el proteccionismo como un remedio a nuestros males, sino de recordar que nuestro modelo social y nuestro Estado del bienestar (significativamente distintos a los que promueve Washington) son elementos fundamentales para mantener la estabilidad estructural que nos define como un espacio de paz desde hace décadas. Y si ese acuerdo sale adelante, en los términos que se están dando a conocer, el efecto de las regulaciones (o, mejor dicho, desregulaciones) que contempla rebajará los niveles de autoexigencia que hemos ido construyendo tanto en el terreno medioambiental como en el de garantías laborales y atención al consumidor. Si ya el actual incremento de las brechas de desigualdad dentro de los Veintiocho está alimentando populismos demagógicos y de acusado tinte racista, una mayor erosión de los fundamentos de la paz social solo puede conducir a escenarios que nunca compensaría un hipotético beneficio económico para una minoría.
- En un flagrante ejercicio de insolidaridad, la Unión presenta su peor cara en relación con la gestión de la creciente oleada de inmigrantes y refugiados que aspiran a llegar a nuestros territorios. No solo la ética más elemental exige atender a quienes sufren, sino que, una vez más por puro egoísmo inteligente, nos interesa acoger en las mejores condiciones a quienes ya están entre nosotros y a quienes llegan, así como contribuir a mejorar las condiciones de vida en nuestra vecindad más inmediata (lo que hoy significa, en la práctica, el resto del planeta). Tanto el penoso ejemplo en el intento de repartir entre los Veintiocho un total de 40.000 personas que están en territorio europeo (recordemos que la mayoría de los 19,5 millones de refugiados, 38,2 de desplazados y 1,8 de solicitantes de asilo registrados a finales del pasado año se encontraban en países en vías de desarrollo), como la activación de una misión militar para intentar abortar los intentos de llegada son ejemplos de una ceguera cortoplacista que asusta.
- Ese mismo sesgo insolidario se repite internamente cuando se pretende culpabilizar a los griegos de todos los males. Una cosa es que presentaran cifras falseadas cuando accedieron al euro (con Bruselas mirando para otro lado por el interés en presentar la Eurozona como una historia de éxito desde su arranque) , y otra muy distinta que sus actuales gobernantes (y la población) deban admitir sin remisión un castigo desproporcionado que en ningún caso ofrece salida a una economía endeudada hasta lo insostenible. Si recordamos que la Unión es, principalmente, un proyecto político y que fuera de ella nadie vivirá mejor (con Alemania a la cabeza por su necesidad de mantener una economía que produce mucho más de lo que es capaz de consumir y necesita, por tanto, del mercado único), sorprende aún más la cerrazón mostrada para hacer frente a una situación que, si se confirma la debacle, solo beneficiara a los especuladores.
- En un contexto de creciente tensión con Rusia (que algunos nostálgicos del pasado se apresuran ya a comparar con la Guerra Fría) los Veintiocho no han logrado más que aprobar la prolongación de las sanciones. Mientras que Moscú está empeñado a toda costa en consolidar una zona de influencia propia en su vecindad y Washington reclama obediencia a quienes siguen renunciando a dotarse de una voz propia en el concierto internacional, la UE brilla por su ausencia en un asunto que le toca muy de cerca y que vuelve a mostrar su debilidad política. Cada día que pasa se hace más evidente la ambigüedad de Berlín -atrapada en una dependencia de Rusia que tardará en aliviar-, la inquietud de las capitales bálticas y otras inmediatamente vecinas a la frontera rusa -alarmadas por lo que perciben como un expansionismo irrefrenable- y hasta el desinterés del resto -que no sabe/no contesta, esperando a que escampe.
Un comportamiento, en definitiva, que nos condena a mayor irrelevancia e inseguridad.