Vista en perspectiva, es inevitable sentir nostalgia por la desactivación de la operación Mare Nostrum, liderada (y pagada) por Italia para rescatar a personas abandonadas a su suerte en aguas mediterráneas. Y eso que se trataba solamente de un intento de parchear las vergüenzas de la Unión Europea (UE) tras la tragedia de Lampedusa (una de las muchas que llevan sucediendo desde hace años), ocurrida en octubre de 2013 y en la que murieron ahogadas casi 400 personas.
Al menos esa operación, a la que Roma dedicaba mensualmente 9 millones de euros, ha permitido salvar la vida a unos 160.000 emigrantes durante este último año (lo que no ha impedido, en cualquier caso, que otros 4.000 hayan fallecido), adelantando el despliegue de sus medios más allá de la zona costera, en una activa búsqueda de personas que infructuosamente trataban de mejorar sus condiciones de vida arriesgándose a una aventura controlada por mafias muy organizadas a ambos lados de la cuenca mediterránea. Era, en síntesis, apenas una medida paliativa que procuraba aliviar los efectos más llamativos de un fenómeno estructural que hunde sus raíces en la creciente brecha de desigualdad que se registra en la zona (la diferencia de renta per cápita entre el norte y el sur del Mediterráneo es de 13 a 1), en la imposibilidad de desarrollar una vida digna para la mayoría de los habitantes de un continente africano que no logra desembarazarse de regímenes corruptos e ineficientes y en el brutal impacto de desastres naturales y conflictos violentos.
Más allá de esos episódicos e insuficientes gestos positivos, la corriente dominante en la política migratoria de la UE es netamente restrictiva y policial. Así lo atestiguan tanto los muros y vallas ya construidas (o en construcción)- sean las de Ceuta y Melilla o las levantadas en las fronteras entre Grecia y Bulgaria con Turquía-, como las iniciativas que han dado como fruto a Frontex y a las directivas comunitarias y nacionales sobre control interno de los que ya están entre nosotros. Se trata de un enfoque orientado al encastillamiento- soñando con una imposible burbuja de seguridad que nos haga invulnerables a lo que ocurra ahí fuera-, como si no fuéramos parte de un mundo globalizado en el que nos afecta lo que ocurra en cualquier lugar del planeta.
Mientras tanto, sigue quedando en el olvido la necesidad de encarar este reto desde una óptica preventiva, multilateral, multidimensional y sostenida en el tiempo para activar respuestas que atiendan a las causas estructurales que impulsan a tantos a escapar de la miseria e inseguridad que les ha tocado vivir. Dicho de otro modo, por muchos policías que se desplieguen, por muchas y más altas barreras que se construyan y por muchas expulsiones que se efectúen (violando los más elementales principios del derecho que nos define como sociedades democráticas) no se logrará resolver el problema.
Y ese camino alternativo es el que deberíamos emprender, tanto por el rescoldo ético que todavía pueda quedar en una Unión que dice basarse en valores y principios de validez universal, como por el elemental gesto de asumir la corresponsabilidad en la creación de un mundo tan desigual (no solo durante la colonización, sino hasta hoy). Se trata de puro egoísmo inteligente, comprendiendo que nuestro desarrollo y nuestra seguridad se basa fundamentalmente en el bienestar y la seguridad de aquellos con los que compartimos esta aldea global. Un discurso que no parece entender el primer ministro británico, David Cameron, cuando apunta a la necesidad de modificar el régimen de libertad de movimientos dentro de la propia Unión, para adaptarlo al siglo actual, argumentando que su tarea es defender los intereses nacionales de su país.
En lo que se equivoca profundamente Cameron es en no entender que lo que hay que cambiar es, precisamente, el concepto de intereses nacionales. Hoy nuestra seguridad no se juega en nuestras fronteras nacionales, sino implicándonos (cada uno en el nivel de sus capacidades) en lo que ocurra mucho más allá. En lugar de eso, Londres ya ha soltado el globo sonda de una posible renuncia al sistema de cuotas de inmigrantes, a retirar créditos fiscales a los que ya están en su territorio y a expulsar a los que no logren mantenerse económicamente por su cuenta en un plazo de 3 meses. Una cosa es que haya que evitar el abuso al llamado “turismo de subsidios” y otra muy distinta es que se juegue irresponsablemente con el tema migratorio para intentar evitar la competencia electoral del partido antieuropeo UKIP.
Desgraciadamente no es el gobierno británico el único que se está adentrando en esta equivocada senda. La ceguera y la falta de compromiso de muchos otros se traduce en la imposibilidad de mantener la operación Mare Nostrum, sustituyéndola por otra (Tritón) liderada por Frontex. Aunque se pretende presentarla como una acción de búsqueda y rescate es, en realidad, una operación de patrulla costera y de control de fronteras. Y aunque participan en ella 21 países, solo han logrado aprobar 2,9 millones de euros para mantenerla activa hasta final de año, con apenas cuatro aviones, un helicóptero y siete buques que dejarán de atender a las necesidades humanitarias de quienes se hallen más allá de la costa. Está visto que no aprendemos.