En relación con Rusia hay tantos argumentos para colocarse al lado de Angela Merkel y Emmanuel Macron –frustrados en su intento de normalizar ya las relaciones con Moscú–, como con los vecinos más inmediatos al gigantesco oso ruso –contrarios a aliviar gratuitamente la tensión acumulada en estos años. Lo que sorprende, en cualquier caso, es que la propuesta francoalemana de invitar a Vladimir Putin a una nueva cumbre –retomando la senda iniciada en diciembre de 1997, cuando entró en vigor el Acuerdo de Colaboración y Cooperación (ACC), e interrumpida en 2014 tras la anexión rusa de Crimea– se haya gestionado de tal modo que lo que ahora destaca, más que las conclusiones del reciente Consejo Europeo, es el desaire que ambos mandatarios han sufrido en Bruselas la pasada semana.
Los primeros asumen, en primer lugar, que la estrategia seguida desde 2014 y las sanciones impuestas desde entonces no han servido para que Vladimir Putin haya reconsiderado su beligerante política exterior, su desprecio de los derechos humanos y la democracia, o su indocilidad para ajustarse a las normas más básicas del derecho internacional. Por el contrario, empeñado en ver a Rusia reconocida como una superpotencia y en recuperar la influencia que un día tuvo la Unión Soviética en Asia Central y en Europa Oriental, ha ido incrementando sus gestos autoritarios y agresivos, convencido de que no hay voluntad real por parte de sus críticos para parale los pies por la fuerza (único lenguaje que parece entender).
Aducen, además, que incluso Joe Biden, que ha calificado a Putin de asesino, acaba de reunirse con él. Y lo ha hecho porque, salvo para quien esté considerando seriamente la opción de la fuerza militar, comprende que siempre es necesario mantener canales de diálogo con los adversarios, sin que eso signifique debilidad o un inocente intento de apaciguarlos. Con ese ejemplo en mente, argumentan que la Unión, por mero imperativo geográfico, debe mantener activo su propio canal de relación, aunque no tengan más remedio que admitir que el ACC ya hacía aguas mucho antes de la crisis de Crimea y nunca ha servido para enderezar un rumbo que ha desembocado en el bloqueo actual. Consideran, en definitiva, que cerrarle la puerta a Moscú no solo no va a servir a los intereses de la Unión, sino que incluso puede alimentar una mayor tensión bilateral sin mecanismos para poder gestionarla.
En una posición abiertamente contraria se han manifestado los representantes bálticos y polacos, a la cabeza de un buen número de los Veintisiete. Defienden que no se puede pasar por alto ni los asesinatos extrajudiciales en territorio de la Unión, ni la injerencia en procesos electorales, ni la represión interna de disidentes, ni mucho menos el uso de la fuerza o la amenaza de usarla (sea en Georgia, Ucrania o Bielorrusia). Por eso entienden que reunirse ahora con Putin sería, por un lado, concederle un premio desproporcionado para quien sueña por sentirse grande y, por otro, un incentivo aún mayor para que prosiga su provocadora estrategia. Por eso han criticado el afán de protagonismo de Merkel y Macron –cuando, como ambos han recordado por separado, ninguno de ellos necesita una cumbre UE-Rusia para hablar directamente con Putin– y han frenado la iniciativa.
Llegados a este punto, de lo que no cabe duda es de que la UE está seriamente fragmentada, y no es la relación con Rusia el único punto de la agenda que lo hace visible. A las divergencias en política exterior y de seguridad entre europeístas y atlantistas, más los supuestos neutrales, se unen las fracturas acrecentadas por las distintas visiones sobre la mejor manera de responder a la crisis económica de 2008 y a la generada por la COVID-19, en una secuencia que puede terminar con la irrelevancia de la Unión o su propia disolución. Por otra parte, también vuelve a quedar claro que el motor francoalemán ha dejado de ser omnipotente, aunque sigue siendo cierto que sin él es muy difícil que algo salga adelante. Y, por supuesto, no cabe olvidar que tanto Berlín (segundo socio comercial, tras China, y con más de mil empresas operando en el mercado ruso) como París (quinto socio comercial y sexto inversor en Rusia entre los Veintisiete, con unas quinientas empresas operando en el mercado ruso) tratan de defender sus intereses nacionales.
Lo esencial, en todo caso, es que finalmente se ha logrado alcanzar un acuerdo de mínimos que supone apostar por una “cooperación selectiva”, sin cumbre a corto plazo, dado que existen temas –sea la crisis climática, las amenazas a la salud o la búsqueda de soluciones a los conflictos de Ucrania, Siria, Libia o Irán– en los que es preciso explorar conjuntamente el camino a seguir. Y, por último, si finalmente se impone la opción del diálogo exigente (ligado a líneas rojas y condiciones a cumplir por parte de Moscú), se habrá logrado evitar que la UE vuelva a quedar en un segundo plano, dejando que sea Washington quien haga saber a Moscú lo que Bruselas piensa. Y seguro que Josep Borrell se apunta también a esa línea de acción.