Los sucesivos fracasos cosechados para poner fin al conflicto que, con diferentes niveles de intensidad, vive Libia desde 2011 explican la cautela de Berlín a la hora de convocar la conferencia que ayer reunió a los máximos representantes de los dos principales bandos enfrentados: Fayed al Serraj, al frente del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) reconocido por la comunidad internacional, y Khalifa Haftar, líder de la milicia más poderosa del país, el Ejército Nacional Libio, y verdadero hombre fuerte del escenario político y militar libio. Sin llegar a sentarse a la misma mesa, ambos han estado acompañados de altos mandatarios de los países más implicados en el conflicto libio, con un triple objetivo: consolidar un cese de hostilidades, evitar la injerencia de actores externos en la resolución del conflicto y reactivar el proceso político para alcanzar la paz. A la vista del comunicado final no hay nada que no haya sido dicho ya en iniciativas y conferencias anteriores; desgraciadamente con nulo o muy escaso resultado.
Los antecedentes más inmediatos no invitaban al optimismo, una vez que Haftar desairó al propio Vladimir Putin y a Recep Tayyip Erdoğan al no estampar su firma en el documento que Moscú y Ankara habían pergeñado la semana anterior, en un ejercicio que mostraba a las claras que ambos gobiernos son hoy los referentes principales en juego. Y si el mariscal rebelde –apoyado política y militarmente por Arabia Saudí, EAU, Egipto, Francia y Rusia– se ha atrevido a tanto es porque no comparte el mantra ya habitual al referirse a Libia, según el cual “no hay solución militar para el conflicto”. Haftar cree que sí hay un camino hacia la victoria (que no equivale a la paz) gracias a su superioridad en el campo de batalla. Una superioridad que le ha permitido no solo controlar la Cirenaica, sino también la región de Fezzan hasta que, en abril del pasado año, consideró que estaba en condiciones de hacer lo propio con la Tripolitania y tomar finalmente la capital, derribando así al debilitado gobierno de Serraj –respaldado tan solo por Italia, Qatar y Turquía.
Haftar no solo cuenta con más y mejores apoyos, sino también con el control de los importantes yacimientos de hidrocarburos del país –los mismos que el pasado día 18 bloqueó, provocando una caída de la producción nacional de los 1,3 millones de barriles diarios a tan solo 0,3; o, lo que es lo mismo, generando unas pérdidas de 55 millones diarios a las arcas del Banco Central de Libia que, actualmente, es la única vía para evitar el colapso total del país. A pesar de todo ello era obvio que, hasta septiembre pasado, la victoria se le seguía resistiendo, hasta que Putin decidió implicarse más fondo, facilitando la llegada de hasta unos 2.500 mercenarios del Grupo Wagner que le han permitido a Haftar llegar al punto actual.
Visto así, parecería que la decisión de Erdoğan de desplegar tropas propias (y, sobre todo, centenares de milicianos sirios proturcos) en apoyo de Serraj es tardía y hasta equivocada. Resulta evidente que los centenares de refuerzos turcos no servirán para dar un vuelco total a la situación, con Serraj cada vez más impotente en manos de unas milicias que solo comparten su animadversión a Haftar. Pero eso sería olvidar que el objetivo de Erdoğan no es tanto posibilitar la imposible victoria de su aliado local como defender sus propios intereses en Libia y mantener las relaciones con Moscú (Erdoğan ni se va a enfrentar militarmente a Putin por defender a Serraj ni se va a implicar tanto como para empantanarse en un escenario de muy difícil salida). Y bajo esta óptica cobra más sentido que haya dado un paso tan criticado –aunque solo sea porque viola el embargo de armas decretado en su día por la ONU–, con tal de aumentar sus opciones para, al menos, lograr un puesto en cualquier foro negociador que se pueda establecer, tanto para intentar recuperar parte de los fondos que ya comprometió en Libia antes de su actual derrumbe (estimados en más de 16.000 millones de dólares), como para reservarse un trozo de la tarta que se vaya a repartir a continuación y para potenciar sus posibilidades de participar en la explotación de los recursos energéticos que pueda haber en el subsuelo marino del Mediterráneo Oriental (gracias al controvertido acuerdo que firmó en noviembre pasado con el GAN).
Por su parte, Putin ha logrado, como ya hizo anteriormente en Siria, erigirse en la referencia principal en el intento por poner fin al conflicto libio, en un claro contraste con la imposibilidad del enviado especial de la ONU, Ghasam Salamé, de hacerse oír y, por supuesto, con los vaivenes de la Casa Blanca (en abril apoyó abiertamente la ofensiva de Haftar por considerarla alineada con la lucha contraterrorista estadounidense, aunque estaba atacando a grupos, como las milicias de Misrata, que se habían distinguido al lado de Washington en la eliminación de grupos yihadistas asociados a Daesh) y de la misma Unión Europea, anulada en gran medida por las posiciones enfrentadas que Francia e Italia mantienen al respecto.
Precisamente, con la invitación a Berlín, Angela Merkel ha pretendido recuperar el tiempo y la imagen perdidas, sumándose a los esfuerzos de la ONU. Aun así, inevitablemente sus palabras suenan un tanto ilusorias cuando dice que se trata de evitar la internacionalización del conflicto libio (cuando eso ya es un hecho) y el suministro de armas a los combatientes (cuando eso se viene produciendo en claro desaire al Consejo de Seguridad desde 2011). Esto sí es llegar tarde y arrastro.