En lo que llevamos de siglo es un hecho incuestionable que el orden de seguridad europea se ha ido deteriorando paulatinamente, hasta llegar a la guerra en Ucrania y a la multiplicación de otros focos de tensión que auguran tiempos aún más complicados. Si, por un lado, se ha ido incrementando paso a paso el clima de tensión entre Rusia y el resto del continente, por el otro, se han ido desmantelando los marcos que servían para gestionar dicha tensión y para evitar que por accidente o por una falsa interpretación de cualquier movimiento del otro bando se pudiera desencadenar un nuevo conflicto de consecuencias imprevisibles, pero claramente catastróficas. Y ahora, poniendo el último clavo en el ataúd de los acuerdos de seguridad que afectan muy directamente al Viejo Continente, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) acaba de anunciar el punto final a los compromisos asumidos en el marco del Tratado sobre Armas Convencionales en Europa (CFE).
Se continua así avanzando por un equivocado camino que incluye el abandono del Tratado ABM (que hasta 2001 frenaba el desarrollo de los misiles antimisiles y que ha desembocado en el despliegue de componentes del escudo antimisiles estadounidense en territorio de Rumanía y Polonia), del Tratado de Fuerzas Nucleares Intermedias (que hasta 2019 sirvió para impedir el despliegue de ese tipo de misiles nucleares en suelo europeo) y del Tratado de Cielos Abiertos (que hasta finales de 2021 permitía la inspección intrusiva de los efectivos militares de potenciales enemigos). El resultado es el de una Europa menos dotada de instrumentos de generación de confianza y seguridad mutua, y más polarizada –con Rusia identificada como una amenaza y, en sentido contrario, con Moscú convencido de que existe una confabulación internacional para provocar su hundimiento–.
En ese contexto el final del tratado CFE abre la puerta a un nuevo proceso armamentista y al despliegue de fuerzas militares en lugares y en un volumen que hasta ahora eran impensables. En los momentos finales de la Guerra Fría, el Tratado logró encontrar una fórmula mutuamente aceptada tanto por la OTAN como por el Pacto de Varsovia para reducir equilibradamente el despliegue de armas convencionales y unidades militares a ambos lados del Telón de Acero, con el objetivo de reducir la probabilidad de que algún bloque pudiera lanzar un ataque masivo por sorpresa. Con su entrada en vigor, el 9 de noviembre de 1992, se procedió a descongestionar militarmente no sólo el frente principal centroeuropeo sino también los flancos y la retaguardia en todo el continente, generando una bien visible distención que se prolongó durante la última década del siglo.
El deterioro de la relación, tanto entre la OTAN y Rusia como en lo que afecta a la Unión Europea (UE), ha derivado en el anuncio del pasado 7 de noviembre, por el que la OTAN y Suecia han decidido suspender la implementación del acuerdo por parte de los 22 países que eran parte del mismo. Este movimiento ya venía en todo caso precedido del anuncio realizado ese mismo día por Moscú, como culminación a un proceso de suspensión iniciado el pasado 29 de junio. En realidad, Rusia ya había mostrado su voluntad de retirarse del Tratado en diciembre de 2007 y desde marzo de 2015 había dejado de participar en las reuniones semanales del Grupo Consultivo Conjunto. Por su parte, los 22 países miembros de la OTAN que son parte del Tratado también habían suspendido su compromiso con Rusia desde noviembre de 2011, aunque siguieron aplicándolo con Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Kazajistán, Moldavia y Ucrania.
Aunque el Tratado ha estado salpicado de continuas acusaciones mutuas de incumplimiento –Moscú nunca llegó, por ejemplo, a retirar sus unidades de Georgia y Moldavia–, fue posible encontrar el consenso suficiente para adaptarlo a las nuevas circunstancias (guerras de Chechenia e integración de los países bálticos incluidas). Un consenso mínimo que ahora se ha roto y que implica que de aquí en adelante ninguna de las partes va a intercambiar anualmente la información sobre la organización y la geolocalización de sus fuerzas hasta el nivel de batallones, así como tampoco comunicará el número de carros de combate, vehículos blindados y piezas de artillería, aviones y helicópteros de ataque desplegados. Tampoco se intercambiarán notificaciones previas sobre movimientos significativos de unidades, ni se enviarán ni aprobarán peticiones de inspección sobre cualquiera de los países que son parte del Tratado. Igualmente, se termina la participación en las reuniones celebradas semanalmente en Viena del citado Consejo Consultivo Conjunto.
En resumen, una mala noticia que permitirá que cada uno se sienta libre de redesplegar tropas y material en un escenario que ya está sobradamente tenso y en el que lo que se necesita es, precisamente, más mecanismos de entendimiento, si no se quiere evitar lo peor.