En 2004, los sociólogos Ronald Inglehart y Pippa Norris argumentaron que el verdadero choque no era de civilizaciones, como había mantenido Samuel Huntington, sino de géneros, por el papel de las mujeres, especialmente en el mundo musulmán. Por entonces estaba ya en marcha, aunque de forma no evidente, una revolución de las mujeres en esas sociedades. Desde el cambio de siglo se está produciendo una transformación de gran alcance y bastante silenciosa: la formación y la entrada en el mercado laboral de 50 millones de mujeres en los países de mayoría musulmana. Saadia Zahidi, paquistaní, miembro del Comité Ejecutivo del Foro Económico Mundial y cabeza de su iniciativa sobre Educación, Género y Trabajo, lo pone de manifiesto en un libro muy documentado y lleno de ejemplos concretos, Fifty Million Rising: The New Generation of Working Women Transforming the Muslim World (“Emergiendo: la nueva generación de mujeres trabajadoras que está transformando el mundo musulmán”). Su autora califica lo que está ocurriendo de “tsunami”.
Empecemos con las cifras que aporta: 155 millones de mujeres (frente a 342 millones de hombres) están en el mercado laboral en el mundo musulmán –es decir, un incremento de un 50% en 15 años–, y un tercio de ellas han engrosado estas filas tan solo en los últimos tres lustros. Es verdad que son sólo una cuarta parte del total de las mujeres de estas sociedades. Pero, “el aumento de estas cifras representa un cambio económico y cultural de enorme magnitud. 15 millones de mujeres están renegociando sus normas y valores propias y de sus familias”, afirma la autora. EEUU y Europa lo lograron en medio siglo. Por citar un ejemplo, en Pakistán donde en 1990 sólo trabajaban cuatro millones de mujeres de una población de 107 millones, ésta ha doblado desde entonces, pero el número de mujeres en el mundo laboral se ha multiplicado por cuatro.
Todo empieza por la educación de las mujeres jóvenes, la mayor inversión para el desarrollo de un país, según el Banco Mundial. En Arabia Saudí, menos del 2% de las adultas jóvenes iban a la universidad en 1970. En 1990 eran un 9%. Hoy, un 57%, como EEUU en 1983, y más que en México, China, Brasil o la India. En Argelia, la proporción de mujeres entre las personas educadas en universidades ha pasado del 20% al 40%. En Irán, algo similar. En Yakarta o en Kuala Lumpur ya se habla de “tigresas asiáticas”. Hay excepciones, claro. En esto, por ejemplo, Pakistán va muy retrasado, y el África subsahariana, también. Estudios al respecto señalan que un 30% de mujeres en la fuerza laboral es el punto –el tipping point– en el que las cosas cambian, y ya suponen el 31% en el mundo islámico.
Hay algo más: el tipo de educación por el que optan estas mujeres jóvenes. En el mundo solo hay cinco países en los que haya una mayor proporción de mujeres que de hombres en estudios de ciencia, tecnología e ingeniería. Dos de ellos, Kuwait y Brunei, son de mayoría musulmana. La mitad de los 18 países en los que las mujeres suponen un 40% de estos estudios son musulmanes, recoge Zahidi. En Egipto, en estos últimos cursos, hay casi un 34% de mujeres en este tipo de estudios, y luego muchas siguen carreras en estos campos, a menudo como emprendedoras en tecnología y ventas por Internet. Es más que en EEUU o Europa, lo que da para reflexionar sobre las razones de la falta de mujeres en estos campos en Occidente, y más en particular, por ejemplo, en Silicon Valley.
Este ascenso de las mujeres en la educación y en la vida laboral de estos países se ha visto acompañado de una reducción de la tasa de fertilidad. Y aunque muchas mujeres formadas se salen del mercado laboral cuando se casan y tienen hijos, esta es una tendencia que tiende a reducirse. Incluso el hecho de haber familias extensas, en cierto modo conservadoras, les puede ayudar a seguir trabajando mientras sus hijos son pequeños. En todo caso, estos desarrollos también están contribuyendo a un cambio de costumbres, a la reducción de la poligamia en muchas de estas sociedades –prácticamente desaparecida entre los jóvenes–, y al fin de la concertación de muchos matrimonios. Las madres educadas, o que han vivido en estos entornos, tienden también a que sus hijas reciban educación superior.
Zahidi va incluso más lejos al afirmar que el ascenso profesional de las mujeres en el mundo musulmán está contribuyendo de modo notable, y lo va a hacer aún más, al crecimiento de sus economías, con un impacto global.
Hay, evidentemente, grandes diferencias entre países musulmanes. Solo seis de ellos tienen leyes que protegen la no discriminación por género en materia de contratos laborales: Azerbaiyán, Kazajistán, Kosovo, Mauritania, Marruecos y Tayikistán. Y estudiar o trabajar muchas veces no va acompañado de libertades básicas para las mujeres. La penetración de la telefonía móvil es notablemente inferior entre las mujeres que entre los hombres en la mayoría de estas sociedades. Esta revolución no está en absoluto garantizada. Es “exponencial, pero no inevitable”, señala la autora. Las fuerzas del conservadurismo la pueden hacer retroceder –ya ha pasado–, o los conflictos armados, como ha ocurrido en Siria. Pero si prosigue, cambiará muchas cosas.