David Cameron se salió con la suya. Y en parte con la nuestra. Ha conseguido un estatus especial en la UE. Pero ya lo tenía, y las cosas cambian poco. En el fondo, como Monsieur Jourdain, no ha hecho sino hablar en prosa europea, aunque el premier británico, a diferencia del personaje de El burgués gentilhombre de Molière, si sea consciente de hacerlo aunque no lo diga. También el Consejo Europeo, pese a las largas y tensas negociaciones pues buscaban ciertas garantías de que por ahí no se deshilacharía la UE (que se está deshilachando por otras partes).
En general, las cesiones que Cameron ha conseguido del Consejo Europeo para intentar evitar que los habitantes del Reino Unido voten a favor del Brexit, de la salida del Reino Unido de la UE, cambian poco las cosas en la realidad. Vienen a codificar –si los británicos deciden en su referéndum quedarse– lo que ya es. “El Reino Unido, a la luz de la situación específica que tiene bajo los Tratados, no está comprometido a una mayor integración política en la Unión Europea”.
De “asociación privilegiada” la califica el ex presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors. Aunque con dos peligros: en primer lugar, que, aunque el acuerdo sea sólo para el Reino Unido, sobre su base se generen precedentes de deseuropeización desde otros Estados miembros. Y en segundo, que sirva de poco y los británicos acaben saliéndose. Y esta es una perspectiva que temen el eje franco-alemán y otros, que por eso se han esforzado en satisfacer a Cameron.
Aunque tenga una cierta carga simbólica, el acuerdo alcanzado en el último Consejo Europeo dibuja la Europa que ya es. La referencia a una “unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” se consagró en el Tratado de Maastricht de 1992, y la negoció por parte británica el primer ministro también conservador John Major. Ya entonces quedó claro que se prestaba a diferentes interpretaciones. Para unos, se trataba de avanzar hacia una unión política, pero para otros, como los británicos, no. De todas formas, algunas encuestas demuestran que esta es la cuestión de las planteadas que menos importa a la opinión pública británica, si es que llega a entender el Eurospeak, la jerga del texto acordado, y no se queda en una mera reacción emocional o cultural. El papel del Parlamento británico (y de los otros) queda algo desdibujado. Y el Parlamento Europeo tendrá su voz y voto en un acuerdo que solo tendrá valor si los británicos deciden quedarse.
La UE ya es una unión de geometría variable, que no es lo mismo que poder ser “medio-miembro” en ella. En muy diversas dimensiones, desde Schengen a asuntos de Libertad, Seguridad y Justicia e Interior. Pero la división principal en nuestros días es entre la Eurozona (19 miembros en la actualidad) y el resto (entre ellos, el Reino Unido). En el fondo, el gran acuerdo consiste en que el Reino Unido se queda fuera de la “unión cada vez más estrecha” a cambio de aceptar una Eurozona cada vez más estrecha. No se le da a Londres ningún derecho de veto sobre los avances de la Eurozona.
Admitir formalmente que la UE es una unión multidivisas, aunque sea una realidad, socavaría el principio de que salvo para los que cuentan ya con una excepción (el Reino Unido y Dinamarca; pero Suecia no, pues su entrada en el euro sigue en teoría pendiente), el resto o los futuros nuevos miembros estarían comprometidos a entrar en la moneda única. Tampoco el otorgar a la City londinense, la verdadera plaza financiera del euro, ventajas que no se aplicarían a bancos regidos por las reglas cada vez más estrictas de la Unión Bancaria. Podrían pedirlo otros países, y provocar una huida de sedes a ellos o a Londres. Londres participará en las decisiones que le afecten, por ejemplo, en materia de Unión Bancaria, como ya viene siendo el caso, pero no podrá bloquear.
Finalmente, está la cuestión más espinosa pues pone en duda la libre circulación de trabajadores en igualdad de condiciones: la de la las prestaciones sociales a los inmigrantes que vienen de otros países de la UE y los “frenos de emergencia” para que no los puedan cobrar, ellos o sus familias, en su totalidad durante los primeros años de su estancia. Cameron quería una exención de 13 años. Se le dan cuatro años, pero sólo en casos excepcionales y supervisados por la Comisión. Es verdad que algunas prestaciones sociales británicas no se dan en otros países. También que sólo el 7% de sus beneficiarios vienen de la UE. Pero lo acordado puede marcar un camino que, unido al tema de los refugiados, socave la libre circulación de trabajadores y de personas, un pilar básico de la UE que ha costado mucho construir. Polonia, la más interesada en preservar esas prestaciones, ha tratado –no en la mesa del Consejo Europeo sino fuera– de ceder algo en esto a cambio de más seguridad a través de la OTAN. Mal cambalache. Y una vez más, ha quedado clara la incapacidad de los 28 para acordar una política eficiente y digna para gestionar la cuestión de los refugiados, que irá a más, no a menos.
En cuanto a impulsar mayor competitividad, ¿quién puede estar en contra? Más que Monsieur Jourdain, habría que acudir, como ya lo hicimos, a Shakespeare –Mucho ruido y pocas nueces– o a Lampedusa y su “que todo cambie para que todo quede siga igual”, si no fuera porque no cambia nada tanto, y si al final los británicos deciden marcharse –lo que puede ocurrir aunque hay una división generacional: los más antieuropeos de ellos son los mayores, no la juventud–, no todo seguirá igual ni mucho menos, ni para el Reino Unido ni para los demás. Pero esa es otra historia.