Serbia presidirá la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) durante el presente año 2015. Su candidatura formaba parte de una solicitud común con Suiza (país que presidió la OSCE en 2014) y que fue aceptada el 10 de febrero de 2012. En julio de 2013 ambos países presentaron un plan de actuación proponiendo la creación de la “Troika de la OSCE”, es decir, una propuesta para que la organización integre representantes de sus anteriores, actuales y futuras presidencias y garantice así la continuidad en la gestión.
Lo que en 2012 parecía un mero reconocimiento y una vuelta simbólica de Serbia a las organizaciones internacionales tras haber sido aislada por su responsabilidad en las guerras yugoslavas de los 90, se ha convertido hoy en un problema a causa de las dudas sobre la capacidad de Serbia para dirigir la OSCE con imparcialidad, dados sus vínculos históricos con Rusia, dudas expresadas por varios de los 57 países miembros. A Serbia le espera un trabajo de gran dificultad por la crisis ucraniana y otros “conflictos congelados” en los que está involucrada Rusia (Transnistria, Nagorno-Karabaj, Osetia del Sur, Abjasia), pero podría ser una gran ocasión para demostrar su credibilidad y compromiso con la comunidad internacional.
El ministro de Exteriores serbio, Ivica Dačić, ha afirmado que sus principales objetivos son buscar soluciones políticas a la crisis ucraniana y ser un “puente” entre Europa y Rusia. La metáfora refleja a la vez la aspiración de Serbia a convertirse en miembro de la UE, su respeto a la integridad territorial de Ucrania y sus buenas relaciones con Rusia. Pero constituirse en “puente”, en política internacional, implica carecer de una estrategia propia o de un plan preciso de actuación. Si Serbia pretende contribuir con algo a solucionar los “conflictos congelados” deberá aplicar lo que se desprende como lección de su experiencia histórica reciente: la necesidad del diálogo para impedir las confrontaciones armadas (o para frenarlas, en su caso).