El Brexit era un tema esencialmente político, pero la política británica no puede resolverlo. No ya el acuerdo de salida, de incierto destino, sino lo que vendrá después. Y no lo puede porque los dos grandes partidos, el Conservador-Tory, y el Laborista, están profundamente divididos entre ellos y en el seno de cada uno, aunque la política británica no viva la fragmentación electoral de otras polis europeas. La saga del Brexit, incluso si el Reino Unido se sale de la UE el próximo 29 de marzo, seguirá durante años.
Hay una división entre diputados conservadores. Unos fanáticos por su defensa de un Brexit radical, no suave, con una visión retro-imperial. Otros por su oposición al Brexit. Y unos terceros porque al renunciar Theresa May a ser candidata a primera ministra en las próximas elecciones (en 2022 como tarde), ha abierto la carrera por la sucesión, aunque hoy por hoy no haya claro sucesor. Como se ha repetido estos días, May se ha quedado en el cargo, pero no en el poder (in office but not in power). Hay también profundas divisiones entre diputados laboristas. Unos a favor de un segundo referéndum que aclarara la situación, otros del Brexit, y unos terceros inciertos e indecisos, entre los que se encuentra su líder Jeremy Corbyn, nada partidario de la pertenencia a la UE, pero sí favorable a que se preserven en un Reino Unido fuera de la Unión los derechos sociales que garantiza la UE. Lo que de verdad quiere Corbyn, son elecciones generales porque cree que podría ganarlas. Y de ahí el intento de que May pierda su apuesta en la Cámara de los Comunes.
En el Reino Unido hay que mirar no sólo a la macropolítica, sino a la micropolítica. Los distritos electorales son uninominales y gana el que más votos obtiene. Cada diputado tiene que trabajar su escaño. No hay listas protectoras. Un problema, sobre todo para mucho diputado laborista contrario al Brexit, pero también para mucho conservador, es que en sus distritos muchas veces ganó claramente en el referéndum de 2016 el Leave, la salida de la UE. Por eso también hay resistencia a un nuevo referéndum, porque sería una dejación de los políticos que volverían a plantearle a la gente que resolvería la situación, después de que en 2016 el primer ministro David Cameron convocara de forma irresponsable (como el referéndum escocés) la consulta sobre la UE para intentar salvarse a sí mismo y frenar la guerra civil en el Partido Conservador que ha vuelto a irrumpir. Un nuevo referéndum podría invertir la decisión sobre el Brexit, pero dejaría la política y la sociedad británica igual de divididas. Y unas elecciones anticipadas (que los conservadores no quieren) tampoco resolverían el problema del Brexit. Si acaso, reconducirlo.
La primera ministra –y es lo que es, no una presidenta de gobierno–, fue en su día contraria al Brexit e hizo campaña por el Remain siendo ministra del Interior. Ha sobrevivido la reciente moción de confianza en su propio grupo parlamentario, y por tanto tiene por delante al menos un año de liderazgo, pero ha salido debilitada del trance pues más de un tercio de los diputados tories han votado en su contra. Ello podría indicar que tendrá graves dificultades para sacar adelante el acuerdo de salida que ha negociado con Bruselas, y al que el Consejo Europeo incluso se ha resistido no ya a modificar, sino a maquillar. Incluso si lo logra, persistirán muchos problemas.
Si no lo consigue, para evitar el caos de una salida a las bravas, puede pedir (a su parlamento y a los otros 27) un alargamiento del proceso más allá de finales de marzo, pero de poco servirá si los pronto ex socios no están dispuestos a una renegociación significativa, sobre todo de la garantía (backstop) de que tras el Brexit no habrá frontera física dura entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda (lo que enfurece a los diputados unionistas democráticos en el Ulster cuyo voto necesita). Tal retraso podría incluso llevar a que los británicos tuvieran que participar en las elecciones al Parlamento Europeo del 23 y 25 de mayo, lo que no está exento de complicaciones. También podría May optar por retirar en el último momento la demanda de salida, capacidad que el abogado general en la Unión le ha reconocido, pero eso sería un fracaso como país, y requeriría también un voto en el Parlamento.
La salida, si se produce de un modo u otro –con acuerdo o a las bravas (aunque se cierren a todo correr acuerdos temporales para evitar el caos)– no servirá para reunificar políticamente la sociedad del Reino Unido. Pues incluso si May logra convencer a su parlamento, se abrirá la cuestión de qué tipo de relación querrá el Reino Unido mantener con la UE. La declaración política sobre las relaciones futuras es, justamente, eso, política, y no tiene valor legal. La verdadera negociación llegará después y será larga. El debate, complejo, (¿Noruega, Noruega Plus, Unión Aduanera y libre circulación de trabajadores, etc.?), volverá a cobrar una nueva virulencia, agravada por la situación política. Es decir, que, de momento, la política británica no tiene solución para el Brexit, y esto puede salpicar a la política europea.