Durante su primer año de mandato, el presidente Trump ha ido cumpliendo una tras otra muchas de las promesas electorales incluidas en su America First Energy Plan, forzando un giro de 180º en la política energética de la presidencia Obama. El objetivo declarado de dicha estrategia es alcanzar la “preponderancia energética americana” (American energy dominance), una especie de supremacismo carbónico que ha ido engarzando importantes medidas de política energética, a cuál más simbólica. Inmediatamente después de jurar el cargo firmó sendas órdenes ejecutivas para desbloquear los oleoductos Keystone XL y Dakota Access Pipeline (DAPL). Además de una decisión de gran relevancia económica, se trató de toda una declaración de intenciones dada la atención mediática despertada por la oposición popular a dichas infraestructuras. Trump pidió al impulsor del oleoducto Keystone XL, rechazado por Obama, que presentase de nuevo su proyecto y el permiso fue aprobado. También ordenó reiniciar el DAPL, paralizado por Obama tras meses de protestas, que comenzó a transportar petróleo a mediados de año.
“Las políticas del presidente Trump difícilmente pueden revertir la senda de transición energética emprendida por EEUU hacia una combinación de gas y renovables”
Otra de las primeras medidas del presidente Trump fue revertir la prohibición de perforar en el Ártico y el Atlántico aprobada en el último minuto por la Administración Obama. Se trata de otro giro de política energética igualmente simbólico, aunque hay cierto consenso acerca de que estas medidas pueden tener efectos reales limitados, puesto que incluso tras la subida de los precios del petróleo de los últimos meses la explotación del Ártico no resulta rentable en comparación con el fracking. En septiembre, el Washington Post desveló que la Administración Trump estaba maniobrando para permitir la exploración de hidrocarburos en el Arctic National Wildlife Refuge (ANWR) por primera vez en 30 años. La iniciativa, recientemente aprobada, supone otro golpe de efecto en un pulso político mantenido durante décadas entre ambientalistas y tribus nativas, apoyados por los demócratas, y los políticos del Estado que quieren extraer los recursos de su subsuelo con el apoyo republicano en el Congreso.
El siguiente giro de política energética llegó en marzo y consistió en revocar el Clean Power Plan (CPP), otra de las señas de identidad de la política energética de la administración Obama. El presidente firmó una orden ejecutiva instruyendo al administrador de la Environmental Protection Agency (EPA) para que comenzase a desmantelar el CPP, destinado a reducir las emisiones en el sector eléctrico exigiendo a los estados reducir las emisiones de CO2 de las plantas de gas y carbón en un 32% para 2030 (sobre la base de 2005). En realidad, fue de nuevo una decisión casi simbólica, pues el CPP no había entrado en vigor. Durante 2018, la EPA deberá reemplazar la regulación aprobada por la Administración Obama y fijar nuevos estándares de emisión. El año ha empezado con una derrota importante de la Administración Trump: el 8 de enero de 2018 la Federal Energy Regulatory Commission (FERC) rechazaba la petición del Departamento de Energía para implantar un modelo de compensación a las plantas nucleares y de carbón por su capacidad para almacenar combustible y proporcionar resiliencia a la red. Esta decisión se ha interpretado como un subsidio apenas encubierto a ambas tecnologías, puesto que otras fuentes de electricidad, como la eólica o solar (y en menor medida el gas) carecen de dicha posibilidad por el elevado coste y capacidad limitada de almacenamiento.
El impacto de estas medidas ha sido minimizado con argumentos variados y en gran medida acertados, aunque en ocasiones algo voluntaristas. Buena parte de esos argumentos apuntan a que el giro de política energética es más declarativo que real, y que tendrá una incidencia limitada. Es cierto que, a estas alturas, la reducción de costes de las energías renovables ha hecho la transición del sector eléctrico estadounidense casi inevitable. Las políticas del presidente Trump difícilmente pueden revertir la senda de transición energética emprendida por EEUU hacia una combinación de gas y renovables soportada en nuevos sistemas de almacenamiento eléctrico y redes inteligentes. Los intereses empresariales y la capacidad regulatoria de los estados, especialmente aquellos donde los votantes apoyan las renovables por consideraciones económicas (por ejemplo, Texas) o preferencias ambientales (California) suponen contrapesos importantes. Pero resulta evidente que enturbian su desarrollo y pueden ralentizarlo y encarecerlo. En el mismo sentido, la derrota infligida por la FERC a la propuesta de subsidio encubierto del carbón y la energía nuclear muestra que los contrapesos institucionales limitan el espacio de la política energética del presidente Trump. En sentido contrario, aunque los reguladores seguirán actuando para expulsar las plantas de carbón de la matriz eléctrica estadounidense por razones de coste, sólo pueden esperarse obstáculos por parte de la administración en el proceso.
“El unilateralismo de Trump afecta a mecanismos clave de la gobernanza energética global, precisamente cuando resultan más necesarios”
Pero la culminación del abrupto giro de política energética de la Administración Trump y sus aspiraciones de supremacía energética se hicieron especialmente visibles con la retirada del Acuerdo de París,como se detalla en “Trump y el cambio climático ¿Acciones y reacciones iguales y opuestas?”. También ha tendido a inhibirse de los compromisos financieros estadounidenses para con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Así, el unilateralismo de Trump afecta a otros mecanismos clave de la gobernanza energética global, precisamente cuando resultan más necesarios para afrontar una transición energética ordenada en los aspectos económicos y geopolíticos. El ejemplo más claro fue la respuesta de la Administración Trump al acuerdo de la OPEP con Rusia y otros productores para mantener los recortes de producción y recuperar los precios del petróleo. El presidente anunció que ejecutaría otra de sus promesas electorales, vender la mitad de las reservas estratégicas estadounidenses de petróleo de forma unilateral y sin respetar las normas de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), lo que demuestra que su desapego a la cooperación energética multilateral no se reduce a la lucha contra el cambio climático o la preservación del medio ambiente.
Los riesgos para la seguridad energética estadounidense de ese unilateralismo estuvieron a punto de materializarse en agosto con la llegada del huracán Harvey a la costa de Texas, paralizando la producción offshore del Golfo de México y de Eagle Ford, así como cerca del 30% de la capacidad de refino estadounidense. Los efectos sobre los precios y las escenas de escasez fueron temporales, pero hicieron temer que se reprodujese la situación de 2005, cuando el Katrina obligó a EEUU a apelar a la solidaridad de los miembros de la AIE y recibir parte de sus reservas estratégicas. Aunque no fue necesario recurrir a los mecanismos de cooperación de la AIE, la mera posibilidad de tener que hacerlo puso al unilateralismo energético del presidente Trump ante un espejo en el que quedan reflejadas sus contradicciones. Las tensiones con el multilateralismo también se aprecian en el plano comercial: la Casa Blanca debería decidir antes de finales de enero si aplicar aranceles adicionales u otras medidas comerciales a las importaciones de placas solares chinas. La primera decisión proteccionista del presidente Trump podría así afectar de lleno al sector energético. Otros casos relacionados con el sector también siguen pendientes, como las medidas comerciales frente a las importaciones de acero (empleados en oleoductos y gasoductos) o las implicaciones de una eventual renegociación del NAFTA.
Es necesario insistir en que lo que explica el liderazgo energético estadounidense no es el nacionalismo energético, sino la existencia de un ecosistema marcado por mercados que incitan un gran dinamismo empresarial, sea en el campo de los hidrocarburos o las energías renovables. El impresionante aumento de la producción y las exportaciones estadounidenses de crudo ilustran bien los límites del aislacionismo energético propuesto por la campaña de Trump. En 2015 la Administración Obama levantó la prohibición de exportar petróleo, decisión a la que se opuso el candidato Trump, pero ha sido en 2017 cuando se ha desatado una ola de exportaciones. Es cierto que parte del auge se debe a los efectos del huracán Harvey, que obligó a exportar crudo ante el cierre de las refinerías, pero los datos siguen siendo reveladores: entre enero y junio de 2017 EEUU exportó una media de 750.000 barriles diarios de petróleo, cifra que se dobló en el último trimestre del año y ha convertido al país en uno de los mayores exportadores de petróleo del mundo. Las cifras de producción también están creciendo, y con el mayor rango de precios esperado para el petróleo, las previsiones para 2018 siguen al alza. Las políticas que han producido este fenómeno ya estaban vigentes antes de la llegada del presidente Trump, y pese a haber hecho campaña a favor de volver a prohibir las exportaciones de petróleo estadounidense con el argumento de “América primero”, es una de las pocas medidas estrella de su programa que ha caído en el olvido, incluso retórico. Se trata probablemente de la ausencia más notable y reveladora de las limitaciones de su America First Energy Plan.
Precisamente en clave empresarial, la medida más relevante llegó a finales de año, cuando el Congreso aprobó una reforma impositiva que reduce el tipo del impuesto sobre sociedades del 35% al 21%, y que tiene a las empresas energéticas entre sus principales beneficiarias. Además de la reducción del tipo impositivo, la reforma permite la deducción del capital invertido en el año en que se produce la inversión, lo que bajará de manera adicional la carga fiscal del sector energético, incitará la inversión e impulsará los beneficios empresariales. En materia de renovables, uno de los grandes temores del sector era el futuro de los incentivos fiscales, que finalmente fueron preservados y han contribuido a moderar las incertidumbres sobre su futuro. Este componente empresarial del America First Energy Plan, y no su retórica unilateral, proteccionista y carbónica es lo que cabe rescatar de la política energética del primer año de la presidencia Trump. Queda por ver hasta qué punto ese componente es capaz de resistir las tensiones entre los diferentes intereses empresariales. En algún momento, la Administración Trump deberá decantarse por honrar sus promesas electorales o asumir las dinámicas empresariales y de mercado, así como las instituciones domésticas (y multilaterales) que marcan la realidad de la política energética estadounidense.