Los estadounidenses tienen una cita con las urnas el próximo 5 de noviembre. Elegirán a su nuevo presidente y vicepresidente, Harris/Waltz o Trump/Vance, los 435 escaños de la Cámara de Representantes y 34 de los 100 senadores (también a varios gobernadores de estados, fiscales generales y alcaldes de ciudades tan importantes como Los Ángeles, San Francisco o Huston).
Las encuestas coinciden en que, aunque Harris ganará el voto popular, la elección la decidirán un puñado de votos en los llamados “estados bisagra” (swing states): Pensilvania, Georgia, Nevada, Wisconsin, Michigan, Arizona y Carolina del Norte. De hecho, no es descabellado suponer que todo se decidirá en Pensilvania.
Pero dado el sistema de pesos y contrapesos estadounidense, a lo hora de aprobar legislación es clave el resultado de ambas cámaras. Por el momento, y aunque aquí también hay mucha incertidumbre, las encuestas apuntan a que los demócratas perderán el Senado, pero podrían lograr la mayoría en la Cámara de Representantes.
Harris y Trump representan dos modelos de país radicalmente opuestos, que compiten en un ambiente de polarización extrema en el que cada “tribu” considera a la otra como el enemigo.
Un “gobierno dividido” (Casa Blanca de un color y una o dos de las cámaras de otro) requiere una compleja gestión, pero no es necesariamente sinónimo de parálisis. El mandato de Biden-Harris ha tenido una considerable producción legislativa con apoyo de ambos partidos, como la Inflation Reduction Act (IRA), la Chips Act o el último paquete de ayuda a Ucrania e Israel. Nada impide que esto pueda seguir ocurriendo en el futuro, sobre todo en parte de la normativa económica. La clave será el peso que tengan los republicanos radicales, que son los menos proclives a negociar y alcanzar acuerdos con una Casa Blanca demócrata.
Como suele ser habitual, la economía ocupa un lugar central en las preocupaciones de los votantes. Aunque los números macroeconómicos son envidiables (crecimiento en torno al 3%, inflación de 2,5% y desempleo del 4,2%), las rápidas subidas de precios de los últimos dos años y el alto coste de la vivienda, las hipotecas, la sanidad, las guarderías y lo que en España llamamos “dependencia” ha vuelto a los votantes críticos con la gestión económica de Joe Biden. Kamala Harris, además de intentar distanciarse de las medidas adoptadas durante los últimos cuatro años, ha hecho esfuerzos por desgranar un detallado programa económico de corte moderado que define como la “economía de las oportunidades”. Y, en las últimas encuestas, los votantes creen que gestionará mejor que Donald Trump la política de vivienda y está cerrando la enorme ventaja que tenía el republicano en gestión económica, donde además de plantear aranceles generalizados y bajadas de impuestos, no está dando demasiados detalles.
En cualquier caso, y más allá de la incertidumbre que rodea el resultado final y los equilibrios entre la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y el Senado, cada vez se ven con mayor claridad los contornos de las políticas económicas de ambos candidatos.
Sólo hay dos temas en los que coinciden. Primero, que la globalización ha sido perjudicial para la clase media americana y ha generado desindustrialización, lo que justifica políticas proteccionistas, subsidios a la industria y dar la espada tanto a los acuerdos comerciales bilaterales como a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Segundo, que China es una amenaza existencial para Estados Unidos (EEUU), lo que requiere un desacoplamiento de ambas economías para evitar que el país asiático pueda usar el comercio y las inversiones como arma arrojadiza, así como colocar la seguridad económica en el centro de la política comercial e industrial. Sin embargo, Harris y Trump tienen formas diferentes de abordar estos temas. Trump prefiere el unilateralismo agresivo y los aranceles indiscriminados mientras que Harris prefiere actuar de forma más quirúrgica y mantener buenas relaciones con los aliados tradicionales para “acorralar” a China.
Los demócratas consideran que han sido más eficaces a la hora de combinar la seguridad económica con una política de reindustrialización que la primera presidencia de Trump (2017-2021), que impuso aranceles a todo tipo de productos, pero no incluyó controles a la exportación (o a las inversiones americanas en China) en sectores estratégicos. Además, los demócratas están orgullosos de haber utilizado las subvenciones de la nueva política industrial para facilitar la transición energética. Harris, por tanto, mantendría la política de inversión y apoyos públicos a los semiconductores y otros productos sensibles para ganar la carrera tecnológica a China al tiempo que intentaría reducir las dependencias de China produciendo más en territorio nacional o en países aliados, aún a costa de que los productos sean más caros para el consumidor estadounidense.
Trump, por su parte, que se define como un “tariff man” (“un hombre de aranceles”) ha prometido aranceles del 60% sobre todos los productos chinos (y más para los coches eléctricos), además de aranceles del 10% y 20% para todas las importaciones y del 100% para las de los países “que dejen de usar el dólar”. Esto iniciaría una guerra comercial con aliados y adversarios de peligrosas consecuencias globales. Aunque pretende que la recaudación arancelaria sustituya al impuesto sobre la renta –como pasaba antes de que los países adoptaran sistemas fiscales modernos hace más de 100 años–, esto es poco probable que ocurra (el Peterson Institute estima que recaudaría unos 225.000 millones de dólares al año, mucho menos que los 1.700 billones de déficit público del año pasado). Además, no está claro cómo se sostendrían los aranceles sin incrementar la inflación. En todo caso, la recaudación de los aranceles serviría para financiar guarderías y la creación de un fondo soberano, aunque estas propuestas no están demasiado definidas.
En todo caso, lo que parece probable es que los subsidios de la IRA, que no fueron bienvenidos por los republicanos por su componente climático, se mantengan ya que están suponiendo importantes desembolsos en estados republicanos.
En política energética, la retórica de ambos candidatos es muy diferente, pero las políticas no están demasiado alejadas. Harris subraya la importancia de la transición verde frente a apoyo a los combustibles fósiles. Pero, a pesar de que en el pasado se opuso al fracking, bajo la Administración Biden-Harris la producción de petróleo y gas ha roto todos los récords, y seguramente lo seguirá haciendo durante los próximos años. Trump apoya retóricamente el sector de hidrocarburos, pero hay consenso en que no retirará todas las subvenciones de la IRA una vez que se han creado intereses. En realidad, la cuestión principal que afecta al sector es que hay que reformar los procesos de concesión de licencias para puesta en marcha de infraestructuras energéticas, porque son lentos e inciertos y obstaculizan las inversiones en el sector.
En política fiscal, las diferencias son significativas, pero con el legislativo dividido, no es probable que las propuestas maximalistas de ninguno de los dos candidatos puedan aprobarse. Donde sí hay coincidencia es en que mantendrían una política fiscal expansiva que seguiría elevando el déficit y la deuda pública, aunque seguramente mucho menos con Harris, que pretende reducir el déficit progresivamente (la Oficina Presupuestaria del Congreso prevé que el déficit público no baje del 6% en ningún año hasta 2030). En 2017, con Trump como presidente, se aprobaron recortes impositivos que caducan a finales de 2025. Trump los quiere mantener y Harris eliminarlos para las rentas mayores de 400.000 dólares. Harris, además, pretende elevar otros impuestos, así como establecer el Pilar II para la imposición mínima global de sociedades acordado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en 2022 y no aplicado todavía en EEUU.
Las posiciones sobre el Obamacare, que ha permitido a casi 45 millones de estadounidenses tener seguro médico, también son opuestas. Harris pretende mantener el complemento a la subvención del Obamacare que proporciona seguro médico a unos cinco millones de personas que caducará en 2025 mientras que Trump dijo en el debate presidencial que tiene “una idea sobre un plan” para rediseñar toda la política de salud pública. Asimismo, Trump quiere eliminar los impuestos que pagan las personas mayores en beneficios de la Seguridad Social.
Como parte de la “economía de las oportunidades” Harris quiere recuperar (y hacer permanente) la deducción fiscal por hijo para combatir la pobreza infantil que estuvo vigente durante la pandemia, que los republicanos no la mantuvieron, y elevarla hasta 6.000 dólares al año por hijo. También propone subvenciones a la construcción de vivienda y a la compra de primera vivienda (25.000 dólares en deducción fiscal), así como un incremento en las deducciones fiscales para start-ups y pymes de 5.000 a 50.000 dólares por empresa. Trump, por su parte, pretende rebajar el impuesto sobre beneficios de Sociedades del 21% a 15%.
Por último, un abismo separa a los dos candidatos en su visión sobre la política monetaria, la inflación, el nivel de precios y el desempleo. A pesar de los buenos datos macroeconómicos, Trump considera que la situación económica es de crisis. Harris quiere prohibir la especulación de precios en bienes de primera necesidad, sin aclarar en qué canales ni qué ley utilizaría, mientras que Trump, en contra de la experiencia de casi medio siglo, quiere recortar la independencia de la Reserva Federal en las decisiones de política monetaria, así como deportar inmigrantes, con el subsiguiente efecto inflacionista dada la escasez de mano de obra en el país.
En definitiva, Harris y Trump representan dos modelos de país radicalmente opuestos, que compiten en un ambiente de polarización extrema en el que cada “tribu” considera a la otra como el enemigo. Esas diferencias tan marcadas también existen en la política económica, especialmente entre el apoyo de los demócratas a la redistribución y el apoyo público a las clases medias y bajas y el énfasis republicano por las bajadas de impuestos y la desregulación. Pero el viraje del partido republicano hacia el proteccionismo, la coincidencia de ambos partidos en cuanto a la amenaza que representa China, la necesidad de los demócratas de reducir el precio de la energía (lo que requiere aumentar la producción de hidrocarburos durante los próximos años al tiempo que se sigue apoyando la transición verde) y la elevada probabilidad de que haya un gobierno dividido, apuntan a que podría haber cierta convergencia en algunos de los elementos de sus programas electorales. Lo que está claro es que, en este momento, no existen conservadores fiscales en Washington. Y con la deuda de EEUU en el 120% del PIB y creciendo, esto podría llegar a ser un problema para la estabilidad financiera a medio plazo.