Hace veinticinco años, entre el 19 y el 21 de noviembre de 1990, el espíritu del optimismo político que recorría el Viejo Continente, tras cuatro décadas de guerra fría, se materializó en la Carta de París para una Nueva Europa, aprobada en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE). Acababan de caer los regímenes comunistas europeos y los estados participantes aplaudían en la capital francesa la llegada de “una nueva era de democracia, paz y unidad”, en palabras del preámbulo de la Carta.
En efecto, uno de los rasgos del nuevo orden paneuropeo residía en el propósito de armonización de los sistemas políticos. Así, en la Carta los respectivos mandatarios señalaban:
“Nos comprometemos a edificar, consolidar y reforzar la democracia como único sistema de gobierno de nuestras naciones”.
En el mismo documento se hacía hincapié en que la democracia, vinculada al respeto de los derechos humanos, no solo era una cuestión de índole interna sino también el fundamento de una cooperación pacífica. Sobre este particular, podemos leer:
“Nuestras relaciones se basarán en nuestra común adhesión a los valores democráticos y a los derechos humanos y libertades fundamentales. Estamos convencidos de que para fortalecer la paz y la seguridad entre nuestros Estados, son indispensables el progreso de la democracia y el respeto y ejercicio efectivo de los derechos humanos”.
Sin embargo, hoy en día algunos hacen un balance pesimista de estos encomiables propósitos y argumentan que Rusia es un país aferrado a la política tradicional de las esferas de influencia, que suele conllevar el derecho a intervenir en los asuntos internos de otros países. Por tanto, estos críticos llegan a la conclusión de que el tiempo de la cooperación se ha terminado, o al menos se ha reducido drásticamente, y que hemos entrado en una época con ciertas semejanzas a la de la guerra fría. Sentencian que como el orden paneuropeo de la Carta de París chocaría de bruces con la realidad, deben buscarse otros parámetros: los de la coexistencia de regímenes políticos diversos que persiguen la cooperación basándose exclusivamente en los intereses comunes, pues no comparten idénticos valores. En otras palabras, la OSCE, que dentro de unos días celebrará su 21º Consejo Ministerial en Belgrado, tendría que replantearse sus principios a la luz del realismo político. Si no se ajusta a la realidad de que la OSCE es una asociación de democracias que va de Vancouver a Vladivostok, en expresión de James Baker, los estados participantes, que mayoritariamente son democracias consolidadas, deberían renunciar a exigir cambios democráticos a otros Estados. Y en curiosa coincidencia con las posturas del bloque comunista en la Conferencia de Helsinki (1972-75), los “reformadores” de la OSCE subrayan la necesidad de potenciar la dimensión económica de las relaciones, en las que jugaría un papel destacado la eventual cooperación entre la Unión Europea y la Unión Económica Euroasiática. Ni que decir tiene que en esa cooperación uno de los primeros lugares sería para el ámbito de la energía, dadas las carencias de los países europeos. También habría que prestar interés a la cooperación en materia de seguridad, no tanto en el control de armamentos convencionales, sino en la lucha contra amenazas comunes como el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva.
Algunas propuestas de una nueva Organización sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE 2.0) apuestan por la cooperación en la dimensión económica y en la de seguridad del proceso de Helsinki, aunque dejan entre paréntesis la dimensión humana. Su perspectiva es la de una nueva distensión, otra coexistencia pacífica, pero sin renunciar, del todo, a ser críticos con el respeto de los derechos humanos. Se diría que tienen en mente el modelo de las relaciones de algunos países occidentales con China, y que no son únicamente EEUU y Gran Bretaña. Es un modelo de intereses comunes, con algún que otro toque de advertencia sobre los derechos humanos, y que pretende alimentar la esperanza de que los regímenes, o acaso las sociedades, evolucionarán con el paso del tiempo, aunque muy pocos vean el resultado final de este ejercicio de paciencia.
A veces se olvida que la Carta de París fue suscrita por la URSS un año antes de su desintegración, y no por Rusia y los nuevos Estados independientes del espacio soviético, que luego serían considerados sus sucesores. Fue Gorbachov, y no Yeltsin, el que se refirió en París a “una casa común europea, una confederación europea o un orden pacífico europeo”. El último presidente soviético llegó incluso a decir que “los profundos cambios en la Unión Soviética incrementarán progresivamente las necesarias precondiciones para su acercamiento a la Comunidad Europea”.
Es cierto que la Rusia de Putin no es la URSS de Gorbachov, pero también lo es que muchos Estados de la OSCE no renunciarán a sus ideales democráticos en nombre de una nueva coexistencia pacífica. Dado que las decisiones en la organización se adoptan por consenso, la Realpolitik tendrá que buscar otros foros para desarrollarse o más bien seguirá cultivando, como es habitual, los contactos bilaterales. La OSCE será democrática o no será.