La Nueva Ruta de la Seda es la enorme respuesta china al intento de EEUU de aislar a Pekín a través del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) y del Transatlántico (TIPP), cuyos destinos son aún inciertos. Pero es mucho más que eso. Responde a una visión geopolítica y geoeconómica clara desde China, y en particular del presidente Xi Jinping que la lanzó en octubre de 2014. Nada de improvisación y mucho planeamiento previo en esta globalización a la china. En el futuro previsible, EEUU va a seguir controlando las rutas marítimas que más utiliza China, y, por tanto, hay que abrir otras por tierra y por mar (15 de los 20 puertos más importantes del mundo están hoy en China) que le permitan garantizar el transporte de sus exportaciones (para algunas, la vía aérea resulta prohibitivamente cara) y los suministros de materias primas, especialmente las vinculadas a la energía. El proyecto implica a toda Asia, los países del Golfo y de Oriente Medio y el Norte de África y Europa.
La semana pasada un buque de EEUU lanzaba un desafío a la reclamación de soberanía china de unas islas en el Mar del Sur de China, y en Madrid, en un gran ejercicio de diplomacia económica y poder blando, se celebró el segundo foro sobre la Ruta de la Seda, con una muy nutrida presencia china y de think tanks de muchos de los países involucrados en este enorme proyecto. Para China, todo esto tiene también un objetivo interno: desarrollar su interior y frenar el éxodo hacia las zonas costeras donde se concentra el crecimiento económico.
La nueva Ruta de la Seda, también llamada “Una franja, una ruta”, pretende afectar a 4.000 millones de personas al abrir nuevas vías desde China hasta Europa, con cinco “pasillos económicos” (China-Mongolia-Rusia, Asia Central, China-Pakistán, China-Myanmar-Bangladesh-India y ASEAN, y hacia Oriente uno marítimo hacia Corea del Sur y Japón) y luego hacia el Golfo, Oriente Medio, el Norte de África y Europa. Para muchos de los países involucrados que no tienen salida al mar (como Mongolia, Tayikistán y Afganistán, entre otros) significa entrar en la conectividad –es la palabra clave– global. Para otros, como Pakistán, separarse aún más de la India (aunque esta participa en el proyecto).
A diferencia del TPP y del TTIP que no cuestan dinero (aunque podrán llegar a suponer mucho en minutas de abogados), crear la Nueva Ruta de la Seda significa unas enormes inversiones en infraestructuras, del orden, según The Economist, de un billón de dólares, de todo tipo: vías férreas, carreteras, puertos, etc. Una parte del capital necesario, dada la austeridad general, tendrá que provenir de la inversión privada, pero otra, la principal, será pública. China ha creado un fondo específico para este proyecto de 40.000 millones de dólares. Cuenta además con el nuevo Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) que ha lanzado con la participación de más de 60 países y con el “pasillo de transporte euroasiático” impulsado por Putin –Rusia está también muy involucrada–, mientras que también pretende conectarse al Plan Juncker en la UE.
La heterogeneidad de los países que van a participar, y la armonización de pautas técnicas, aranceles y trabas no arancelarias supondrán enormes problemas para la creación de lo que algunos califica de este “bien público regional”, pero todos buscan con ello un impulso de productividad que les evite quedar atrapados en la llamada “trampa del ingreso medio”, como lo presentó el Centro de Desarrollo de la OCDE. Se espera que para 2030 estén ya funcionado estas nuevas rutas, aunque no sea aún de forma plena.
Además de las infraestructuras, el proyecto pretende impulsar otros cuatro tipos de “conexiones” o flujos: políticos, comerciales, de capitales y de personas. Y hay un cierto reto intelectual e incluso ideológico, pues China pretende en materia económica promover lo que llama “Consenso de Pekín” frente al neoliberal “Consenso de Washington” (que no es, sin embargo, el de Obama).
Para España el proyecto es muy importante, no sólo para sus empresas e ingeniería sino también porque permitirá una conexión directa a China y a Asia, a la economía del siglo XXI, como lo planteó el secretario de Estado de Comercio Jaime García-Legaz y el titular de Exteriores, José Manuel García-Margallo. La tuvo hace muchos siglos con la Vieja Ruta de la Seda, cuando España no era España.
Si ve la luz, tendríamos tres ejes económicos fundamentales en el mundo: el Pacífico, el Atlántico y esta ruta entre Oriente y el extremo de Eurasia. Fuera quedarían el África Subsahariana y una parte de América Latina. Eso no sería bueno. Por ello para compensar quizá habría al menos que revivir la iniciativa de la Cuenca Atlántica entre las Américas, África Occidental y Europa.