Si algo ha demostrado lo ocurrido el 14 de enero en Túnez y el 11 de febrero en Egipto es que en el mundo árabe ha comenzado a producirse un gran “mutación cívica” que puede acabar un día con las secuelas de lo que ha alimentado las dictaduras: el patriarcalismo social y político, basado en el peso obsesivo del comunitarismo. Esa mutación revela dos revoluciones que están produciéndose en los países árabes y que afectan fundamentalmente a la juventud: la revolución del individuo, que escapa al dictado comunitario, familiar, que afronta su destino en solitario; y una segunda revolución que sería prematuro llamar laica, pero que apuesta inexcusablemente por la separación de lo religioso y de lo político.
Hace años que intelectuales árabes como Mohamed Arkoun, Mohamed Charfi, Fatima Mernissi, Yadh Ben Achour, Mohamed Abed el Jabri y muchos otros vienen clamando por el desarrollo pleno del individualismo como antídoto contra los miedos a la libertad, a la modernidad, impuestos a las sociedades árabes desde el peso de un pasado sacralizado convertido en la gran traba contra el cambio. Los regímenes árabes, convertidos en cancerberos de dicho pasado convertido en modelo, en alianza con el establishment religioso de cada país, han aletargado la conciencia ciudadana no sólo con la represión dominante a través de la censura, del control individualizado a través de sistemas que llegaban hasta el último rincón de cada barrio (la “securitocracia” como la denomina Bassma Kodmani), sino de un sistema educativo que no permitía la emergencia del individuo.
Ha sido el aprendizaje individualizado, abierto a través de las nuevas tecnologías, el hábito del debate y de la discusión libre en la red, sumado a la apertura informativa que ha significado una cadena televisiva como al-Jazeera, lo que ha procurado esa revolución individualista que ha permitido que se esté produciendo esa “mutación cívica”.
La segunda revolución en ciernes es la de la separación de lo religioso y lo político. Es prematuro, por el momento, hablar de laicismo en una sociedad tan impregnada por el discurso islámico, atronada por los altavoces de los almuédanos que comunitarizan cada fase del día. Pero la dimensión religiosa ha quedado marginada en estos procesos o, mejor dicho, relegada también al ámbito de lo personal, del individuo. De ahí la escasa presencia de los partidos religiosos en lo ocurrido en Túnez y en Egipto, que se han incorporado a remolque de los acontecimientos. Si en la Plaza de la Liberación a la hora de la oración musulmanes piadosos cumplían con el precepto religioso, otros no lo realizaban, incluidos los cristianos que en un momento determinado llegaron hasta a oficiar una misa ante la mirada respetuosa de los demás.
Ese principio de respeto mutuo es el germen de lo que puede nacer en ambos países. La “mutación cívica” llegará a culminarse si se concluye en un proceso constituyente, en el que por primera vez en estos países se logre dejar a un lado el islam como religión de Estado. Incluso la constitución de Túnez, país en el que se habían dado pasos hacia la laicidad ya desde Burguiba, el artículo primero establecía el islam como la religión del Estado. ¿Se podrá relegar tal vez el islam al prólogo de las constituciones, con un reconocimiento de su papel histórico en la sociedad o se podrá llegar incluso hasta donde llegó la constitución turca, que en su artículo 24 reconoce que “toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia, de religión y convicción”? Ahí reside sin duda la piedra de toque para que lo que ha ocurrido en Túnez y Egipto suponga un punto de no retorno en el camino de la democracia.