No resulta fácil especular sobre la evolución futura de una Monarquía parlamentaria como la española desde una Europa finisecular en plena transformación. ¿Cómo será la Unión Europea –ese “objeto político no identificado”, en frase feliz del profesor Quermonne– en el año 2030? ¿Qué tipo de relación existirá entre los actuales Estados miembros y Bruselas? ¿Qué quedará para entonces de las soberanías nacionales de dichos Estados? ¿Y cómo será para esas fechas el Estado de las autonomías español? No es éste el lugar ni el momento para intentar dar respuesta a estos interrogantes. Al igual que otros Estados europeos, el español está inmerso en un proceso de cesión de soberanía, tanto hacia el ámbito supranacional comunitario como hacia el ámbito autonómico subnacional, de alcance difícil de precisar. Pero, por importantes que sean los cambios que se produzcan como resultado de ambos fenómenos, parece prematuro decretar la defunción del Estado europeo contemporáneo, y con ella la de su jefatura, sea ésta de carácter electivo o hereditario.
Paradójicamente, la Monarquía española está mejor situada para afrontar los retos que puedan presentarse en el siglo venidero que otras que han conocido una mayor continuidad y estabilidad en el pasado. Ello se debe fundamentalmente a que, tras la muerte de Franco, la institución tuvo que reinventarse a sí misma para adaptarse a las difíciles circunstancias políticas del momento. Animado por las exigencias del proceso democratizador, el rey Juan Carlos pudo forjar una nueva Monarquía a su imagen y semejanza, acorde con las necesidades y posibilidades del Estado al que pretendía servir. Gracias a ello, en la actualidad el Rey de España no tiene que enfrentarse a algunas de las cuestiones que preocupan a otros monarcas, tales como las relaciones Iglesia-Estado, el espinoso asunto de la financiación de la institución o su proyección exterior. Salvo que se produzca una modificación radical de la Constitución de 1978, es de suponer que el papel político del futuro Felipe VI será similar al desempeñado por su padre durante los últimos cuatro lustros, y que ha consistido, según la clásica fórmula de Bagehot, en ser consultado, aconsejar y estimular. Pero además de definir al Rey como jefe del Estado, la Constitución le otorga la condición de símbolo; es decir, aquel elemento de la realidad en el que, mediante imágenes, se expresan no sólo sentimientos, sino conocimientos, y en virtud del cual se tiene acceso a un orden distinto, difícil cuando no imposible de alcanzar por otras vías. Al igual que su padre, el futuro Rey ostentará la representación simbólica de España y la de los pueblos que la integran, lo cual le permitirá desempeñar una función integradora que previsiblemente cobrará aún más importancia en el futuro. Tampoco hay motivo para pensar que a corto o medio plazo pueda sufrir grandes cambios lo que podríamos denominar la función exportadora de la Corona, que de forma tan destacada ha contribuido al conocimiento y al prestigio de España en el exterior, y muy especialmente en América Latina.
El potencial integrador de la Corona no tiene por qué circunscribirse al ámbito territorial. Las tendencias migratorias actuales permiten suponer que, con el paso de no mucho tiempo, la sociedad española será notablemente más heterogénea desde un punto de vista étnico y cultural. En otras sociedades ya se ha constatado que, gracias a su enorme visibilidad, una magistratura simbólica como es la Corona puede facilitar la integración de los inmigrantes al fomentar la tolerancia y el respeto mutuo, fenómeno que también podrá darse en el caso español. Un autor anglo-americano, Frank Prochaska, vaticinó en 1995 que las preocupaciones sociales de la Corona pronto se convertirían en su principal razón de ser, dando lugar a una nueva monarquía del bienestar (welfare monarchy). Por bienestar no entendía solamente la calidad de vida material de los ciudadanos, sino también los beneficios que podían derivarse de la integración de los sectores marginados de la sociedad. Como ha reconocido el propio Prochaska, la filantropía a gran escala auspiciada por la Corona entraña cierto riesgo, ya que puede entrar en conflicto con otras instituciones del Estado si da la impresión de querer suplir (o contrarrestar) sus políticas. A pesar de ello, es probable que en el futuro una Monarquía como la española procure intensificar sus relaciones con la sociedad civil. Nos guste o no, ésta última se moviliza con mayor rapidez y entusiasmo a instancias de la Corona que cuando es convocada por el Gobierno, el Parlamento o los partidos políticos. Es posible que ello refleje no sólo la fuerza de la dimensión simbólica de la Corona y su capacidad de convocatoria, sino también el escaso prestigio y popularidad del que gozan actualmente los políticos profesionales en nuestras democracias. Pero, en todo caso, también demuestra que la sociedad civil ve en la Corona algo más que la encarnación de la jefatura del Estado, y no hay motivo alguno para que ésta no aproveche al máximo su potencial. A lo largo de la historia, la Monarquía ha demostrado ser una institución sorprendentemente adaptable. Desde un punto de vista constitucional, Bill Clinton está mucho más cerca de George Washington que Juan Carlos I de Carlos III. Como en su día descubrieron los Gobiernos socialdemócratas de buena parte de Europa, y algo más tarde los españoles de 1977 y 1982, la Monarquía puede proporcionar grandes dosis de estabilidad y legitimidad. Y todo hace suponer que así seguirá siendo bajo el reinado de Felipe VI.
(*) Publicado originalmente el 9 de mayo de 1999 en El País Semanal.