Se mire como se mire, la carrera espacial ha sido, es y será, sobre todo, un componente estratégico de la agenda de seguridad de las grandes potencias. Mucho más allá de los retos científicos y, más recientemente, expectativas de explotación comercial, que explican en parte su creciente interés, nada puede ocultar que desde su arranque es un elemento central de una competencia que, al hilo del desarrollo tecnológico aplicado al arte de la guerra, ha ido ampliando su radio de acción desde los ámbitos terrestre y naval al aéreo y, al menos desde el lanzamiento soviético del primer Sputnik (1957), al espacio exterior.
Esa primera y sorpresiva ventaja de Moscú fue el principal acicate que llevó a Washington al primer alunizaje humano en 1969. En el contexto de la Guerra Fría, y mientras se aprobaba el Tratado del Espacio Exterior o Ultraterrestre (1967), hoy criticado como impreciso y ambiguo, ambos aspirantes al liderazgo mundial pugnaron por mejorar sus capacidades nucleares, desarrollando una triada que incluía los terroríficos ICBM, únicas armas que puntualmente salían a ese espacio exterior. El citado tratado determina la desmilitarización del espacio exterior y establece que lo que hay más allá de Línea Karman (100km de altitud, que es la mínima a la que se puede orbitar la Tierra) queda fuera de la soberanía de los 103 países que lo han firmado (aunque 89 aún no lo han ratificado).
Sin embargo, no es esa cláusula la que en mayor medida ha impedido una verdadera militarización espacial, sino más bien la ineficiencia de hipotéticas armas allí desplegadas, su desorbitado coste y su enorme vulnerabilidad (por no decir indefensión) a posibles medidas destructivas o simplemente desactivadoras.
El proceso, en todo caso, ha ido madurando hasta el punto de que hemos llegado probablemente al inicio de una nueva etapa en la que especialmente Estados Unidos y China van tomando la delantera. Para Washington, que ya habla abiertamente del “control espacial”, el espacio exterior es una de sus principales vulnerabilidades en la medida en que para defender sus intereses y ejercer su hegemonía global es el país más dependiente de los múltiples sistemas de C4ISR (Command, Control, Communications, Computers, Intelligence, Surveillance and Reconnaisance) que allí ha ido desplegando. Suyos son, por ejemplo, 549 de los 1.355 satélites que estaban operativos en agosto de 2015 (seguido por China, con 142, y Rusia, con 131, junto a otros doce países que tienen al menos diez satélites operativos). Ese dominio espacial, tan necesario en el terreno civil como en el militar pude quedar cuestionado, ante el desarrollo de las ASAT (tecnologías antisatélite) de las que China es un aventajado alumno, como ya demostró en 2007 destruyendo en pleno vuelo un satélite metereológico en desuso.
Es la misma China que, contando ya con cuatro centros espaciales (Taiyuan, Xichang, Jiuquan y Wenchang), se ha planteado una nueva misión lunar tripulada para 2020 (lo que ha propulsado inmediatamente el programa estadounidense para hacer lo propio con el nuevo cohete Ares 1-X) y acaba de lanzar el pasado 27 de junio el cohete Larga Marcha 7, el más potente de todos los construidos en China hasta la fecha. Tanto o más significativo es que ese cohete ha colocado en órbita el satélite Aolong-1, capacitado para atrapar basura espacial. Con solo dar un paso más allá, el Aolong-1 puede convertirse también en un sofisticado sistema ASAT, atrapando, en lugar de eliminando (para no aumentar una basura espacial que también perjudicaría a China) satélites de otras potencias.
De este modo se va acelerando una carrera en la que también están presentes Rusia, Israel y Japón y en la que la Unión Europea presenta, al menos de momento, una imagen de claro contraste. Los cuatro mayores operadores civiles de satélites son europeos o tienen su sede en territorio europeo y el 40% de la industria mundial de fabricación, lanzamiento y servicios de satélites está en manos europeas. El 50% de los componentes de la Estación Espacial Internacional son de fabricación europea y son bien conocidas las misiones europeas lanzadas a la Luna, Marte, Venus y Saturno. Todo ello como un destacado ejemplo de cooperación entre diferentes naciones y empresas con fines pacíficos o, al menos, sin una destacada connotación militar. ¿Es ése el camino a seguir? ¿Podrá mantenerlo por mucho tiempo, aumentando su dependencia de sistemas desplegados en el espacio exterior, mientras el despliegue de ASAT es imparable y el de armas espaciales está ya a la vuelta de la esquina?