Añadido a su condición de cuarto ámbito de competencia geoestratégica entre las grandes potencias desde la Guerra Fría –junto al terrestre, naval y aéreo–, la exploración lunar y la carrera espacial suman ahora un nuevo factor: la explotación comercial del espacio, comenzando por la Luna. El próximo día 27, por primera desde el final del programa Space Shuttle (8 de julio de 2011), Estados Unidos volverá a enviar una tripulación al espacio desde su propio territorio (el Centro Espacial Kennedy) y con sus propios vehículos (una nave Crew Dragon desde un cohete Falcon 9).
Lo que podría parecer en principio una misión casi rutinaria, dado que su destino es la Estación Espacial Internacional, es en realidad un paso significativo en el intento de Washington por volver a liderar una carrera que no solo apunta a nuestro satélite, sino que también tiene a Marte y más allá en el punto de mira. Un destino al que también aspiran otros competidores, en un renovado esfuerzo por hacerse presentes en el espacio tanto desde el punto de vista militar (con la Fuerza Espacial rusa, creada en junio de 2001, y la de EEUU, en diciembre de 2019) como en el puramente comercial y tecnológico.
Hasta ahora, solo doce personas han pisado la Luna en misiones emprendidas por Washington y Moscú. Pekín entró en la carrera en 1992 con un programa que le permitió poner un astronauta en órbita, en 2003, y que hasta ahora le ha llevado a realizar once misiones tripuladas. Por su parte, Nueva Delhi está a punto de sumarse a ese exclusivo grupo con su programa Chandrayaan, iniciado en 2008, con idea de lograr (a la tercera) el alunizaje de una sonda en el inexplorado polo sur de la Luna en 2021. En definitiva, todos ellos (sin olvidar a Israel y otros aspirantes menos maduros) afinan sus planes para relanzar una carrera que tiene en mente la existencia de variados y muy importantes yacimientos de titanio, hierro, aluminio, tierras raras y muchos otros minerales y, sobre todo, Helio-3 proveniente del viento solar, y cada vez más atractivo en procesos de fusión nuclear. En un entorno todavía por explorar y explotar, no solo se piensa en extraer recursos para su utilización en la Tierra, sino, más aún, en obtener combustible que permita aventuras espaciales de más largo alcance.
En el caso estadounidense, ya en diciembre de 2017 Donald Trump firmó la orden presidencial para que la NASA pudiera llevar nuevamente astronautas a la Luna, tras el arranque del programa Artemis en 2010. El altísimo coste (estimado inicialmente en unos 135.000 millones de dólares) llevó a explorar las posibilidades de colaboración con empresas privadas que ya estaban entrando en ese sector de actividad, y de ahí ha salido esta primera misión conjunta entre la propia NASA y SpaceX. Para llegar a este punto, en mayo del pasado año la NASA recibió un aporte adicional de 1.600 millones de dólares, añadidos a su presupuesto anual de 10.700 millones. Con este nuevo impulso se hace más factible que, efectivamente, EEUU pueda volver a pisar nuestro satélite en 2024 (no lo hace desde el final del programa Apolo, en 1972), y contar con una estación espacial lunar en 2028. Entretanto, el nuevo cohete SLS –el más potente en toda la historia espacial estadounidense– y la nueva cápsula Orion van completando sus pruebas hasta el lanzamiento de la primera misión, prevista en principio para 2021.
Por su parte, China es quien parece haber alimentado más que ningún otro ese afán espacial, con su programa Chang’e (2007). Si ya en enero de 2019 fue el primero que alunizó en la cara oculta de la Luna, el pasado día 5 lanzó un cohete Changzheng 5 (Larga Marcha 5B), con un prototipo de nave espacial no tripulada que logró entrar en órbita, y que debe servir para futuros viajes a la Luna y para instalar su futura estación espacial Tiangong (Palacio Celestial), que espera tener ensamblada para 2022. Como colofón a sus planes lunares, Pekín ya ha dado a conocer su intención de contar allí con una colonia permanente en 2030; mientras que este mismo año espera lanzar una sonda que debe aterrizar en el suelo de Marte.
Mientras poco se sabe actualmente de planes similares por parte de la Unión Europea, Rusia planea lanzar en octubre de 2021 la nave espacial Luna-25 para estudiar el suelo lunar, tras un paréntesis de 45 años. A eso le seguirá el alunizaje de cosmonautas en 2035 y la creación de una base lunar en 2040.
En paralelo, queda por ver cuál será el desarrollo de la iniciativa de la administración Trump, conocida como Artemis Accords. En esencia pretende negociar con algunos Estados como Canadá, Emiratos Árabes Unidos, Francia, Reino Unido y Japón un acuerdo para desarrollar actividades mineras en el suelo lunar. Es evidente que Washington aspira a tomar ventaja en la competencia con China, pero no resulta nada fácil que pueda contar con su apoyo y el de otros países como Rusia que no está entre los implicados en la iniciativa estadounidense para ir más allá de lo que determina el Tratado del Espacio Exterior de 1967, permitiendo la fijación de “zonas seguras” en cada potencial explotación, con el objetivo formal de evitar fricciones entre competidores, pero que apenas esconde el intento de imponer la soberanía nacional en nuestro satélite común.