En Italia, donde me encuentro, impresiona leer los periódicos en la mañana del domingo 10 de junio. Todos llevan a España en sus portadas a grandes titulares y, desafortunadamente, no es para contar que esa tarde las selecciones de ambos países se enfrenten en un importante partido de fútbol, sino porque el Eurogrupo acaba de aprobar asistencia financiera para España. Aunque se concede que se trata de un programa de ayuda más suave que el de Grecia, Irlanda y Portugal, lo innegable es que ya hay cuatro miembros de la eurozona –o cinco, si se incluye a Chipre, que tampoco tiene acceso al crédito externo– sin los recursos ni la capacidad de obtener financiación en los mercados para atender todas sus necesidades de gasto público. Y, para Italia, eso significa la caída del último diafragma que les separaba del grupo de economías periféricas en dificultad. Considerando los vínculos económicos entre los países del continente, la perspectiva de las inminentes elecciones griegas y las elevadas necesidades de financiación del Tesoro italiano durante el verano, es imposible no evocar el posible efecto dominó si la apuesta española sale mal y en pocos meses es necesario un nuevo rescate en toda regla que contagiaría necesariamente a Italia, precipitando con casi total seguridad el fin del euro y de la integración europea tal y como la hemos conocido desde finales de la Segunda Guerra Mundial; esto es, con avances y frenos, pero nunca con marchas atrás y mucho menos de un calibre tan traumático como supondría en caso de quiebra de la moneda común.
Un panorama así resulta inevitablemente desesperante. No sólo si se piensa en que ahora podrían tornarse baldíos los enormes esfuerzos realizados aquí en los últimos meses para reducir el déficit y tratar de mantener la credibilidad –incluyendo dolorosos recortes de gasto y la relativa indignidad de haber asistido al fracaso del sistema político con la consiguiente necesidad de recurrir a un gobierno tecnocrático–, sino sobre todo cuando se contempla la construcción europea en perspectiva histórica. Al igual que ocurre en España, el mismo proyecto nacional italiano está sustancialmente ligado a la participación del país en el proceso de integración y casi todas las buenas noticias políticas, económicas y sociales de su historia contemporánea han venido de la mano europea; algo que, por cierto, no es una exclusiva de los países del Sur pues sucede también en el imaginario colectivo de Bélgica e Irlanda, y de muchos de los Estados miembros post-comunistas, aunque también en Francia y desde luego, y pese a todo, en Alemania. Ahora sí, en todo el continente se extiende la conciencia de hallarnos ante el precipicio y sobrecoge la posibilidad de que la UE se despeñe.
No obstante, justo en una de las portadas de la prensa italiana de este domingo que antes mencionaba –en la muy influyente columna semanal de Giuliano Amato para Il Sole 24 Ore– se contiene lo que el momento tiene también de enorme oportunidad. Al fin y al cabo, después de haber constatado con razón que la UE no podría dar pasos trascendentales en el terreno político mientras consistiera sólo en reglamentos y directivas que jamás abrirían un telediario o un periódico, ahora asistimos a desarrollos que ni siquiera hubiera imaginado el europeísta más fervoroso. La crisis, tan penosa, está haciendo que las opiniones públicas comiencen a interesarse y sentir como propios los temas europeos, más incluso que los nacionales, degradados ahora a la categoría de meros asuntos locales en los que no deben emplearse muchos esfuerzos pues hacerlo apenas podrá cambiar marginalmente el desagradable estado de cosas actual. Está así emergiendo una opinión pública a escala continental –aun fragmentada por los estereotipos y la información asimétrica que le transmiten sus gobiernos– que empieza a conocer no ya la terminología, sino también la escala de sus problemas y, por tanto, dónde deberían situarse los mecanismos políticos de decisión para afrontarlos. En unos casos es más evidente que en otros, pero las capitales nacionales aparecen a todas luces impotentes, y quienes aún no han arrojado la toalla de la batalla contra la crisis apuntan que sólo con más Europa puede superarse esta encrucijada.
Resultaría irónico que, después de que en plena bonanza fracasara el proyecto de Tratado Constitucional y tras un cuarto de siglo de inacabables reformas institucionales –del Acta Única a Lisboa– que habían agotado las ganas de seguir buscando la integración política, la desesperación actual trajese la oportunidad de hallar el camino para avanzar significativamente en la misma. Se conoce como serendipia el realizar un hallazgo afortunado e inesperado que no se perseguía o, sobre todo, cuando ya se había abandonado la búsqueda. Y tal vez nos encontremos en una situación así que no se puede desaprovechar. Es cierto que la serendipia consiste en un descubrimiento no buscado –aunque en el fondo deseado– y por eso es importante que los políticos europeos no confundan las apariencias y no se resistan a ceder soberanía apelando a que no detectan que sus electores les reclamen dar pasos federalizantes. Es obvio que, ante una situación tan complicada, emergen los miedos o el “sálvese quien pueda” y así el populismo euroescéptico golpea hoy a izquierda y derecha desde Grecia a los Países Bajos, y de Finlandia a Francia. Es más, un reciente sondeo señala que la mitad de los alemanes piensan –contra toda evidencia– que el euro ha perjudicado a su país, y llega casi al 80% los que rechazan los eurobonos. Pero la respuesta a los líderes que confunden democracia con la lectura de sondeos la dio sabiamente Paul Valéry hace tiempo. El ejercicio del liderazgo democrático no consiste en dar sin más a la gente lo que pide sino interrogar a la ciudadanía sobre lo que necesita. Es asumir que los votantes son mayores de edad y tener el coraje de decirles cómo están de mal las cosas en Atenas o de cómo pueden llegar a estarlo pronto en Berlín, ofreciéndoles lo que de verdad conviene. Para eso se gobierna. Para llevar el timón y no para gestionar el hundimiento más o menos desordenado de una nave; máxime si se trata del mayor proyecto de convivencia y prosperidad inventado en Europa en el siglo XX.