El pasado 31 de agosto, seguidores de los dos partidos radicales de Ucrania (Pravy Sector y Svoboda) se manifestaron ante el Parlamento de Kiev en contra del proyecto de ley para cambiar la Constitución y ceder más poderes a la región de Donbas, como estaba previsto en el punto 11 del acuerdo de Minsk II de febrero pasado. Los manifestantes acusaban de traición al gobierno de Petro Poroshenko porque consideran que la descentralización llevará a la desintegración del Estado y al reconocimiento de las “zonas de influencia” de Rusia. La oposición de los radicales era de temer (aunque no la de los partidos pro occidentales Patria y Autoayuda), toda vez que la mayoría de los combatientes ucranianos muertos en Donbas eran voluntarios procedentes de sus filas. Su lucha y sus muertes carecerían de sentido si Kiev perdiera el control de dicho territorio.
Sin embargo, y aunque sea cierto que Minsk II fue consecuencia de la superioridad militar de los separatistas pro rusos (gracias al apoyo de Rusia) y la presión del presidente francés François Hollande y la canciller alemana Ángela Merkel, la guerra de Donbas ha sido el catalizador y no la causa directa de la imposición de la descentralización del Estado ucraniano. El actual modelo es centralista. El gobierno central nombra los gobernadores regionales, pero, sobre todo, ha dejado de corresponder a la realidad política actual, en la que los separatistas y el gobierno se niegan a reconocerse mutuamente como actores políticos legítimos.
Antes de la agresión rusa, dos problemas internos de Ucrania impidieron, desde que obtuviera la independencia en 1991, su estabilidad y unidad política: el modelo de Estado y la memoria histórica vinculada a la Segunda Guerra Mundial, que se ha manipulado con fines propagandísticos por parte del Kremlin y de los secesionistas del sureste.
Ninguna de las sucesivas revoluciones (la de 1991 consiguió la independencia de la Unión Soviética; la Revolución Naranja de 2004 la anulación de la fraudulenta victoria de Victor Yanukovich en las elecciones presidenciales y la repetición de los comicios, que dieron el triunfo a Victor Yushchenko; y la del Euromaidan, el cambio del gobierno de Yanukovich y la formación de un gobierno provisional) ha desembocado en un gobierno que, independientemente de su signo ideológico, asegurase la unidad nacional. Cada presidente ha formado el suyo con amigos y oligarcas de su región de origen. La supervivencia de Ucrania no depende sólo de la ayuda económica y del apoyo de Occidente sino también de su capacidad de garantizar la convivencia de la región de Donbas con el resto del país. Hoy por hoy, esta convivencia parece imposible, porque sus respectivas poblaciones mantienen posiciones mayoritarias completamente opuestas en lo relativo a cuestiones tan fundamentales como la legitimidad del gobierno de Kiev y la relación con Rusia, EEUU, la UE y la OTAN.
La guerra de propaganda llevada a cabo por el Kremlin y los independentistas del sureste tacha el gobierno de Kiev de fascista. Hay ciertos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial que no han sido asimilados del mismo modo por los nacionalistas ucranianos y los rusos. Si Anthony Smith tiene razón cuando afirma que “sin memoria no hay identidad y sin identidad no hay nación”, la memoria histórica es uno de los mayores obstáculos para la supervivencia de Ucrania.
Durante la II Guerra Mundial en el territorio de la Ucrania operaban dos grupos paramilitares: la Organizatsyia Ukrainskykh Natsionalistiv (OUN, Organización Nacionalista Ucraniana) y el Ukrainskykh Povstanska Armia (UPA, Ejército Insurgente Ucraniano). La OUN fue creada en 1929 y colaboró abiertamente con los nazis, primero en Polonia y luego, a partir de 1940, en Ucrania, donde llegó a tener una división (la 14 Galitzia) dentro de la Wehrmacht. La UPA fue creada en 1940 y hasta 1950 luchó tanto contra los nazis como contra los soviéticos. Después de 1945, la OUN y el UPA se unieron en un mismo movimiento nacionalista de liberación de Ucrania. Para los rusos, que nunca han llegado aceptar del todo que Ucrania sea un país independiente con identidad propia, el movimiento nacionalista que apoyó a Hitler contra la URSS era claramente fascista y colaboracionista. Para muchos ucranianos, por el contrario, representa el movimiento de los héroes nacionales que lucharon para defender su independencia. Sus supuestos herederos actuales son el partido Svoboda (que se define a sí mismo como “banderista”, según el ideario de Stepan Bandera, fundador de la OUN) y el Pravy Sector. Esta experiencia histórica contribuye a que los ucranianos de origen ruso y de origen autóctono se vean mutuamente como enemigos, lo que en tiempos de paz se difumina pero en los de crisis identitaria contribuye decisivamente a dividir la sociedad en bloques antagónicos. La ley que equipara comunismo y nazismo y prohíbe la ostentación de sus símbolos, firmada por Poroshenko el mes de mayo pasado, no suprimirá este antagonismo.
El proyecto de ley para la descentralización de Ucrania tiene pocas posibilidades de salir adelante y muchas, en cambio, de agudizar la crisis política de Ucrania, y ello por varias razones. Es dudoso que 300 diputados (de los 400) voten a favor, dadas las fisuras de los partidos pro occidentales; además, el proyecto no cumple las expectativas ni de los nacionalistas pro rusos (no especifica en qué consiste el estatuto especial de Donbas, como se preveía en el acuerdo de Minsk II) ni tampoco de los ucranianos. Minsk II es un acuerdo de armisticio y no de paz, entendida ésta como ausencia de razones para la guerra. El gobierno de Kiev se enfrenta a una difícil tarea: si Kiev fracasa en las reformas constitucionales, la guerra se prolongará; si las lleva a cabo sin apoyo de los nacionalistas, puede producirse una nueva insurrección de Maidan.