Acabo de volver de Israel donde se está desarrollando una nueva guerra en Gaza. La misma que presencié hace dos años y cuyas sensaciones trasladé a un post. Siento tener que escribir de lo mismo: de los sufrimientos que causa una guerra en la vida cotidiana de quienes se ven atrapados por ella. Y siento poder hacerlo sólo desde el lado israelí, ya que no he tenido la oportunidad de entrar en Gaza. Con certeza el sufrimiento allí es mucho mayor, tal y como lo trasladan los corresponsales y freelance que se juegan la vida dentro. Pero esta guerra también causa daños colaterales entre la población israelí.
Hace dos años, sólo la población próxima a Gaza recibía los avisos de las sirenas, ahora estas llegan a una gran parte del país. Suenan para que te dirijas al refugio más próximo, abandones el vehículo o te cubras la cabeza con los brazos en el suelo. Encuentras indicadores de refugios o instrucciones para protegerte en todos los espacios públicos y privados. Al principio te desentiendes de ellos, como te desentiendes de las instrucciones de seguridad que imparten las tripulaciones de los aviones, pero cuando escuchas una sirena o ves la interceptación de un cohete, comienzas a buscarlos por si acaso. En las pantallas de los televisores aparece un código sobre fondo naranja que indica la población en peligro, código que también se emite por radio. Tú desconoces a qué zona corresponde cada código, pero los ciudadanos israelíes sí saben quiénes de sus familiares y amigos están en ellas, con lo que ves cómo algunas personas echan mano del móvil con angustia para preguntar.
El primer cohete cayó en 2001 y las autoridades locales han tenido tiempo de multiplicar los refugios. Cada nueva construcción tiene que tener ya un espacio protegido. Saber que tus hijos, familiares y amigos tiene un refugio te tranquiliza en parte, porque no sabes si tendrán tiempo a llegar a él. Piensen en el lugar más seguro que se les ocurra de su entorno y calculen lo que tardarían en ocuparlo. Los ciudadanos de Sderot, los más cercanos a Gaza, disponen de 10 segundos para llegar, mientras que los de Tel Aviv cuentan con 90 segundos.
Pero no son los riesgos tangibles lo que más perturba a la población civil israelí sino los intangibles. La población más próxima a Gaza tiene más miedo a que los milicianos que salen por los túneles acaben acercándose a su casa, que a que les caiga encima un cohete o un disparo de mortero. Tienen más miedo a que sus vecinos se marchen porque las ciudades del sur se despueblan; a perder su puesto de trabajo porque los negocios cierran. Más que lo que les pasa, es el miedo a lo que les pueda pasar lo que afecta a su comportamiento emocional.
La guerra ha arruinado la campaña turística que es esencial para muchos ciudadanos judíos y árabes de Israel que viven de ella. No hay atascos de tráfico y los autobuses y aviones deambulan casi tan vacíos como las tiendas. La economía se para, como los aeropuertos, y los israelíes saben que el IVA subirá para pagar la factura de la guerra para la que, también, pueden movilizar a sus hijos o hijas. Los ciudadanos israelíes –parece- que están acostumbrados a la contribución fiscal o personal que imponen las movilizaciones y la costumbre acaba mitigando el miedo y la preocupación pero el peor daño colateral, porque genera un sentimiento de angustia e ira, es saber que tarde o temprano todo se repetirá de nuevo, como hace cinco años, como hace dos años, como ahora.