La guerra de Gaza va a entrar en su cuarta semana y, a pesar de las treguas humanitarias que se suceden, no es fácil encontrar una salida sostenible al conflicto, con lo que el enfrentamiento armado se prolongará en el tiempo.
A la tercera no será la vencida porque las guerras previas han creado un círculo vicioso, un ciclo de alto el fuego, distensión, tensión y nuevo enfrentamiento que amenaza con repetirse en el futuro. Tras tres experiencias fallidas, la sociedad israelí ha tomado conciencia del ciclo y lo que le pide al gobierno de Netanyahu es que rompa el bucle como sea. Por ello no podrá aceptar ningún acuerdo transitorio que no incluya la desactivación de una cuarta guerra. A la eliminación de túneles y arsenales en curso como objetivos estratégicos de la guerra por parte israelí se ha venido a añadir la desmilitarización; es decir, la reducción –no supresión– de la capacidad militar de Hamás en el futuro mediante algún mecanismo militar o diplomático de supervisión. Y mientras no se encuentre algún mecanismo que satisfaga ese objetivo estratégico, al gobierno israelí le conviene más prolongar el enfrentamiento armado que forzar un acuerdo sin garantías.
Alcanzar esas garantías es necesario porque la población israelí está más preocupada por el siguiente enfrentamiento que por el actual. Saben que más temprano que tarde Hamás dispondrá de cohetes de mayor alcance y precisión, por lo que podría perder la ventaja que le proporciona su sistema de interceptación actual (el Iron Dome no puede interceptar misiles guiados). Para ello está desarrollando un plan ambicioso de defensa antiaérea en varias capas pero un salto cualitativo en la amenaza de Hamás representaría una amenaza estratégica insalvable. Eso explica la demanda de una desmilitarización o desarme que impida que las milicias yihadistas de Hamás accedan a ese tipo de armamento. El problema es articular sobre el terreno un mecanismo eficaz de control, ajeno a Hamás, y capaz de desarticular de forma razonable las redes logísticas que llevan aprovisionando de armamento a Gaza más de una década.
La experiencia de las guerras anteriores ha ampliado la derechización de la sociedad israelí y generalizado la percepción de que tarde o temprano saltará un nuevo conflicto, por lo que el gobierno israelí no puede presentar ninguna salida a este conflicto que no ofrezca a su población garantías suficientes de sostenibilidad. Para mantener abierto el conflicto, Israel cuenta con un apoyo político y social mayoritario, con una superioridad militar abrumadora y Hamás le da bazas extraordinarias cada vez que rompen unilateralmente acuerdos de tregua o cuando alcanza blancos civiles en Israel. Su mayor debilidad son los errores propios en la conducción de la guerra que generan víctimas civiles y materiales desproporcionadas, por lo que va perdiendo la batalla de la comunicación estratégica y reduciendo sus apoyos externos. Si corrige estos excesos, reduciendo la intensidad militar de sus actuaciones y una mayor preocupación por los daños colaterales, el gobierno israelí puede mantener un enfrentamiento armado abierto prolongado, alternando fases de enfrentamiento y distensión, participando o retirándose de negociaciones diplomáticas y declarando o clausurando treguas humanitarias.
La prolongación del conflicto también beneficia a Hamás. Un alto el fuego retiraría a Gaza de los medios de comunicación tantos meses como durara el nuevo ciclo, privándole de la ventana de propaganda que le facilitan las acciones militares israelíes, así como de la conmiseración con las víctimas o la empatía con los perdedores que ahora le proporciona apoyos, fondos y valedores. Un alto el fuego trasladaría el foco de las noticias a su incapacidad de gobernanza sobre la Franja, a los limitados servicios que presta a sus ciudadanos pese a la entrada masiva de fondos de cooperación internacional –e israelí–, a sus problemas económicos para pagar a sus funcionarios y subsidiar su sistema clientelar. Además, un alto el fuego permitiría a la Autoridad Palestina ejecutar el acuerdo de reconciliación y retornar a Gaza como un actor privilegiado, por lo que tampoco aceptará cualquier acuerdo. Hamás tiene como objetivos estratégicos en el enfrentamiento consolidar su control político de la Franja y el liderazgo militar de la resistencia armada palestina frente a Israel, por lo que estaría abierto a cualquier acuerdo que aliviara la situación económica de Gaza, pero difícilmente aceptaría una subordinación a la Autoridad Palestina, una pérdida de su capacidad militar o de su liderazgo anti-israelí. Además, y a diferencia de la Autoridad Palestina, Hamás no tiene una experiencia y capacidad de interlocución diplomática, por lo tendría dificultades para participar constructivamente en cualquier proceso negociador.
Encerrados, unos y otros, en sus lógicas internas pueden permanecer sordos a las demandas internacionales que, en muchas ocasiones insisten en ofrecer fórmulas mágicas que tienen difícil aplicación –y menor sostenibilidad– en las condiciones actuales. La solución más reiterada, acordar un alto el fuego como sea, no sirve si no rompe la lógica viciosa del bucle. Puede servir para proporcionar asistencia humanitaria o aliviar los daños colaterales pero no podrá sostenerse en el tiempo sin satisfacer alguno de los objetivos estratégicos de las partes en su enfrentamiento armado actual. Sí que podría funcionar un acuerdo que satisficiera parcialmente a los objetivos estratégicos de las partes, pero para ello haría falta encontrar los mecanismos, los garantes y los fondos que los hagan sostenibles. Podría funcionar si se aceptan y establecen mecanismos de verificación eficaces, si aparecen países capaces de garantizar los acuerdos y si los anteriores consiguen que los fondos lleguen a la población y no se pierdan en el agujero de la “causa” por donde se despilfarra gran parte de la ayuda internacional. Mientras tanto, las partes se aprestan a sostener un conflicto prolongado, intermitente y modulado según las circunstancias del día a día. Es la tercera guerra, pero está por ver si será la vencida.