El próximo 7 de febrero Ecuador acudirá a las urnas para elegir a su próximo presidente y a los 137 parlamentarios de la Asamblea Nacional. Simultáneamente, le corresponde votar a cinco representantes para el Parlamento Andino, aunque este será un acto más testimonial que efectivo, dada la escasa entidad que en la práctica tiene este cuerpo subregional, aspirante a impulsar una integración frustrada.
Los ecuatorianos tendrán que votar en un momento muy especial de su historia, muy marcado por los efectos de la corrupción, que van mucho más allá del caso Odebrecht. No solo porque el país está siendo golpeado por una durísima crisis económica, a la que hay que sumar los efectos del COVID-19 que en estos momentos ha alcanzado su pico de mayor incidencia desde marzo de 2020, sino también porque, una vez más, se ha visto afectado por un terremoto y sus secuelas.
En medio de tantos contratiempos, muchos de ellos no ajenos al resto de América Latina, la elección de Ecuador será una especie de prueba generalizada para todo el continente. En ella se pondrán en juego cuestiones como la repercusión de la pandemia sobre la política, la economía y la sociedad; la fragmentación de los partidos; el voto de castigo a los oficialismos; y la pervivencia de las propuestas bolivarianas.
La presidencia de Lenin Moreno supuso una etapa muy peculiar de la reciente historia política del país. Elegido inicialmente como sucesor y calientasillas de un Rafael Correa que entonces pensaba en un retorno glorioso y relativamente rápido al poder, su desempeño rompió todas las previsiones, a tal punto que muy pronto se convirtió en el principal enemigo del gran aliado de Hugo Chávez. Al mismo tiempo, con el objetivo en mente de neutralizar buena parte de los ataques que recibía del correísmo, Moreno decidió impulsar una serie de acciones judiciales contra los principales representantes del anterior gobierno, comenzando por el mismo expresidente, que terminó exiliado en Bélgica.
Debido a su situación jurídica, Correa fue inhabilitado para presentarse como candidato. Incluso su aspiración de ser vicepresidente fue truncada por la justicia. Finalmente presentó a Andrés Arauz, joven economista y exministro (2015 – 2017). Espoleado por la experiencia boliviana y el triunfo de Luis Arce, el candidato del MAS respaldado por Evo Morales que tampoco pudo presentarse, Correa quiere recuperar el gobierno recorriendo un camino similar.
Sin embargo, la situación en Ecuador es ligeramente diferente a la de Bolivia. Mientras el MAS representaba de forma clara a un vasto segmento social que en su día apoyó masivamente a Morales, e incluso había logrado reconstruir la gran coalición que le dio la amplia victoria de 2005, el correísmo fue incapaz de articular nuevamente el frente popular que lo mantuvo en el poder, a tal punto que el movimiento indigenista Pachakutik acude con un candidato propio, Yaku Pérez.
Todo esto en un contexto de intensa desafección ciudadana y gran fragmentación partidaria. En esta ocasión 16 candidatos compiten por la presidencia. Paradójicamente, entre todos ellos hay una sola mujer, Ximena Peña, de Alianza País, y nueve candidatas a la vicepresidencia. Un cambio en el Código de la Democracia, introducido hace un año atrás, estableció que, a partir de las próximas elecciones, las de 2025, todas las candidaturas deberán ser paritarias.
Pese a este elevado número de candidatos, solo tres de ellos tienen aspiraciones serias de pasar a la segunda vuelta y erigirse en el próximo presidente ecuatoriano. Estos son, según las últimas encuestas, Arauz, con un 37% de intención de voto; el conservador Guillermo Lasso, de la alianza formada por Creando Oportunidades (CREO) y el Partido Social Cristiano (PSC), 30%; y Yaku Pérez, 13%. Pero, una vez más en unas elecciones ecuatorianas, el número de indecisos antes de la votación es muy elevado, cerca del 47% (y podría incidir en el resultado final), así como abundante el porcentaje que declara que no es ni correísta ni anticorreísta, situado por encima del 41%.
Ninguna de las restantes candidaturas supera el 2% de intención de voto. Pese a ello, los incentivos para no presentarse y apoyar a algunos de los candidatos con más opciones son escasos o prácticamente nulos. De todos modos, esta división dará lugar, con bastante probabilidad, a un parlamento muy fragmentado, que será un gran obstáculo para la gobernabilidad del país.
Ni siquiera, en el caso más que probable de una segunda vuelta, cuando el nuevo presidente sea elegido por una mayoría superior al 50%, se garantizará la existencia de un gobierno que logre estabilizar el país. La excepción sería alcanzar un gran acuerdo nacional entre las diversas fuerzas políticas, la sociedad civil y los actores económicos, algo que de momento se presenta bastante complicado.
Recientemente se hizo público que la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de EEUU ha concedido a Ecuador un préstamo de 3.500 millones de dólares para poder cancelar la deuda que tiene pendiente con China. La principal contrapartida sería excluir a las compañías chinas de telecomunicaciones de la implantación del 5G. Este paso supondría un giro importante hacia EEUU, en desmedro de China, cambiando uno de los grandes ejes de la política exterior de Correa.
El principal punto de debate que plantea estos comicios es si se producirá o no un retorno del correísmo al gobierno, y si lo hace, en qué circunstancias. De ahí la importancia de la segunda vuelta y de cómo se reconfiguren las alianzas. Ahora bien, parece que no está en cuestión una vuelta atrás en la dolarización. Pese a todo, una amplia victoria electoral de Arauz legitimará a Correa para retornar de inmediato a Ecuador, para cuestionar las sentencias ya emitidas en los juicios por corrupción (ahí está la acusación de lawfare o guerra judicial contra los “verdaderos representantes populares”), e incluso para iniciar una nueva reforma constitucional que le permita entronizarse en el poder.