Pese a que los países europeos desearían pasar página en Ucrania y ponerse al nada fácil trabajo de evitar su colapso económico y social y a mejorar sus relaciones con los vecinos del Este, la Rusia del presidente Putin se empeña en alejar todo atisbo de desescalada y, día a día, se suceden los gestos de tanteo, desafío o retorsión.
Un día se despliegan tropas rusas donde sólo pueden intimidar. Otro día los aviones o los submarinos rusos entran en los espacios aéreo y marítimo haciendo despegar a los cazas que controlan el espacio aéreo (entre muchos otros, los cazas españoles en misión de Policía Aérea en el Báltico el 21 de enero) o a los buques que protegen las aguas territoriales. Otro día es la presencia de soldados rusos “perdidos” en territorio ucraniano o de “voluntarios” que cruzan la frontera con su armamento para pasar sus vacaciones apoyando a las fuerzas separatistas. Otro día son las declaraciones del presidente, de miembros de su gobierno o de sus portavoces, acusando a Occidente de histeria anti-rusa, de querer su sangre, de pretender aislar a Rusia, asfixiar su economía o derrocar su gobierno.
Al igual que la tortura china de la gota –no confundir con la “bota malaya”– que conducía a la locura, primero, y a la muerte después, la “gota” rusa pone a prueba el deseo de acomodación y apaciguamiento de la mayor parte de sus vecinos occidentales, invita a romper la unanimidad sobre las sanciones y alimenta el pulso que Rusia mantiene con Occidente. No todos los países occidentales están interesados en sostener el pulso y, a nada que el goteo se reduce, enseguida claman por pasar página. Así, y tras entrar en vigor las sanciones el 5 de diciembre pasado, bastó una moderación de los combates en las semanas siguientes o la expectativa de un acuerdo entre las partes a principios de año para que varios países europeos abogaran por aligerar dichas sanciones. Incluso los países más agresivos con Moscú han evitado hasta ahora proporcionar ayuda militar letal a las fuerzas armadas ucranianas que pide el gobierno de Kiev para evitar una escalada en su enfrentamiento con los rebeldes separatistas. Bastaría una orden del presidente ruso para que la mayor parte de los gobiernos occidentales y sus sociedades detrás apoyaran la desescalada en la confrontación actual. Pero la orden no llega, y tras reanudarse las hostilidades y fracasado las negociaciones de Minsk, Bielorrusia, entre las partes enfrentadas, la UE ha prorrogado sus sanciones económicas y estudia ampliarlas mientras que en EEUU se sopesa la necesidad de enviar equipos militares a Ucrania.
El goteo es deliberado porque alimenta una política de confrontación que beneficia al gobierno ruso. El enemigo externo le ayuda a construir un relato para consumo doméstico que distrae la atención social de la mala gobernanza y del retroceso económico de Rusia. No teniendo otro acierto político o social que mostrar, el enfrentamiento geopolítico con Occidente sostiene la cohesión interna. Las sanciones y condenas occidentales refuerzan al gobierno ruso porque demuestran el acoso occidental y hacen culpable a los occidentales de las tribulaciones económicas de los ciudadanos rusos. A diferencia de las sociedades occidentales, la sociedad rusa no va a culpar a sus dirigentes del fin de la prosperidad porque están acostumbrados a convivir con las vacas flacas. Los malos datos económicos que en Occidente harían tambalearse a cualquier gobierno no servirán para derribar a un presidente y a su gobierno porque controlan los medios de comunicación y no tienen ninguna oposición organizada interna que agite las calles. Y aunque entre la ciudadanía crezca la preocupación por la inflación que comienza a galopar o por la suerte de soldados rusos que van a Ucrania, lo primero es cerrar filas con el gobierno contra la amenaza externa, se comparta o no la exaltación nacionalista alimentada desde el Kremlin. Por otro lado, las autoridades rusas saben aprovechar el descanso entre gota y gota para generar la falsa ilusión de que están por la desescalada, de que propician negociaciones de paz y de que son colaboradores fiables en otros ámbitos, una ilusión que acaba con la siguiente gota pero que hasta entonces les aporta un rostro humano y bondadoso.
Occidente no sabe practicar la ambigüedad, jugar a la guerra híbrida ni construir un relato que dé coherencia a sus actuaciones en esta situación de enfrentamiento sostenido. Sigue cediendo a Rusia la iniciativa y su respuesta reactiva alimenta la espiral acción-reacción que buscan los dirigentes rusos. Es una respuesta previsible y reducida a las sanciones económicas o las declaraciones diplomáticas que corroboran el relato de acoso y conspiración occidental que propagan los medios de comunicación controlados por el gobierno ruso. A Occidente le gustaría estabilizar el frente, consolidar el alto el fuego y centrarse en las reformas políticas y económicas que precisa Kiev. Rusia necesita empujar la línea de contacto para tener más opciones de negociación, necesita que las fuerzas gubernamentales combatan para atribuirles el sufrimiento de la población en las zonas rebeldes y condiciona cualquier vía política de salida a su visto bueno. Occidente no dispone de “voluntarios” en sus fuerzas armadas que puedan enviarse a combatir contra los rebeldes rusos, ni quiere armar a las fuerzas ucranianas movilizadas –la “legión extranjera de la OTAN” que airea Moscú– ni pagar a mercenarios privados que acudan a las trincheras. Tampoco dispone de grupos de hackers organizados –como el pro-ruso CyberBerkut que está hostigando a los medios de comunicación y sitios occidentales– que pongan en riesgo la propaganda y la desinformación rusa.
Hoy por hoy, la táctica del goteo es una táctica ganadora porque Occidente no tiene la voluntad ni la forma de hacerle frente. Pero es una táctica que puede volverse contra sus planificadores a más largo plazo. Con cada gota, Rusia va perdiendo parte de los apoyos con que contaba en Occidente y que comprendían o compartían sus razones al inicio del conflicto. Es cierto que no todos socios europeos o los aliados transatlánticos creían que Rusia pudiera ser el socio estratégico y fiable que otros deseaban, pero, con cada gota, Rusia resta credibilidad a quienes desean tender puentes de diálogo y refuerza a quienes abogan por una vuelta a la contención militar y política (a los tiempos de la “gota fría”). Sobre todo, corre el riesgo de que sus oponentes más vehementes se decidan a jugar al mismo juego sucio, ambiguo, híbrido y ventajista que emplea Rusia en la confrontación. Corre el riesgo de que apoyen sin complejos a la disidencia rusa, tanto la minoría que permanece en el país como la mayoría que se ha exiliado fuera, de que aprendan a disociar los ataques a Rusia de los ataques a su presidente, y de que acaben usando las redes sociales para mostrar la opulencia en la que viven el presidente y su entorno oligárquico a pesar de las sanciones. Sostener la confrontación no es una buena política para ninguna parte porque sólo conduce a la escalada y, entonces, entraríamos en otro juego más peligroso: el de la ruleta rusa.