Thomas Wenski, arzobispo católico de Miami, ha calificado a Cuba como “geopolíticamente” importante. Es una aseveración redundante a la vista de la crucial historia del país, el único en el hemisferio occidental todavía regido por un régimen marxista. Pero ese etiquetado es relevante hoy, en vísperas de la visita del papa Francisco a La Habana, Washington, Nueva York y Filadelfia. Esa semana papal en América, para usar los términos de Wenski, revela unas intenciones geopolíticas.
A estas alturas de la evolución del papado pocas cartas se mantienen cubiertas. Francisco sigue fiel a la empresa sagrada del “reino que no es de este mundo”. Pero resulta obvio que ha estado priorizando los temas “de este mundo”, que al parecer son más urgentes que los de la otra vida. Francisco ha estado señalando la persistencia de un “pecado mortal”: la existencia inaguantable para millones de fieles, agnósticos, y creyentes de otras inclinaciones religiosas.
Antes de sus recaladas en Estados Unidos y Cuba, el papa ha sorprendido, agradado y escandalizado a católicos y gentiles con una serie de medidas. Ha suavizado la anulación del matrimonio, ha propuesto el perdón para las mujeres que decidieron en su momento el aborto, y ha renunciado a juzgar la conducta de los homosexuales. Además, ha arremetido contra el capitalismo, como causa de la pobreza y la desigualdad, además de señalar el desarrollo desenfrenado como la raíz del cambio climático, cuyas consecuencias afectan con más saña a “los de abajo”.
Pero, también se ha comportado con facilidad como un político terrenal, despojándose del peso de la púrpura. En la agotadora semana que comienza este sábado 19 de septiembre, el papa Francisco se dedicará a una operación política imponente. Del éxito que consiga depende en cierta manera que la historia no solamente le absuelva (como en su día temerariamente predijo Fidel Castro), sino que lo reconozca por sus logros.
No solamente va a Cuba y Estados Unidos con una agenda acorde con sus obligaciones del cargo “del otro mundo”, sino que acude para consolidar la presencia católica en el continente americano, donde los retos de mantener la membresía son imponentes. En Cuba, Francisco sabe que la Iglesia católica paradójicamente aumentó su influencia en la dictadura, en comparación con la modesta importancia en la época republicana. Entonces ya sufrió la competencia de los ritos africanos y el desdén de la liturgia republicana.
Durante el castrismo, la jerarquía católica supo de sus limitaciones y se restringió a cumplir con sus labores de confort y esperanza, recibiendo calladamente el escarnio de los sectores radicales del exilio. Los recientes logros en la liberación de presos y en la mediación de la normalización de las relaciones con Estados Unidos solamente recibirán su calificación con la historia.
En Estados Unidos, Francisco se enfrenta a otro desafío. Deberá aumentar o, por lo menos, conservar la feligresía no solamente de los católicos conservadores, sino también de los liberales. Además, tendrá que recabar el necesario apoyo a los más necesitados de la inmigración latinoamericana, numéricamente de raíz católica. Una mayoría ha recalado en Estados Unidos, más que huidos de regímenes políticos autoritarios, escapados de la desigualdad y la discriminación . La perspectiva de recibir una recompensa en un “reino más allá de este mundo” no es un canto que los convenza. De ahí que Francisco deberá ejercer una presión conveniente para que el sistema por el que los recién llegados (“los pobres de la tierra” de José Martí) han optado sea justo y generoso.
Es en América donde la Iglesia católica, con o sin Francisco, se juega su futuro. Con promesas de recompensa en otro mundo no va a bastar para lograr el apoyo de esa inmensa mayoría. Están esperando una oferta que, para decirlo en terminología angloamericana, no puedan rechazar.