El 1 de diciembre de 2020 falleció, casi centenario, en Lisboa Eduardo Lourenço, uno de los grandes pensadores y ensayistas portugueses de la segunda mitad del siglo XX y de inicios del siglo XXI. Un gran europeo que ejerció su docencia universitaria, entre otros lugares, en Coímbra, Hamburgo, Heidelberg, Grenoble y Niza. Fue un notable analista de las identidades ibéricas, pues había nacido cerca de la ciudad fronteriza de Guarda en 1923, pero al mismo tiempo fue un enamorado de Europa, no de la Europa de las variables políticas y económicas, cambiantes por su propia naturaleza, sino de la Europa cultural, que también conocía al ser un representante de lo que antes solía llamarse la filosofía de la historia. Sus amplias lecturas y sus certeras interpretaciones son a la vez útiles e ingeniosas y lo seguirán siendo porque Lourenço es todo un clásico de las letras portuguesas, por no decir de las europeas.
Portugal y Europa no representan para él las islas de los amores, donde encontraron reposo los navegantes de Os Lusíadas (Los lusiadas). No son un lugar para jubilarse de la historia sino un escenario para seguir buscando sentido y, por tanto, futuro a lo que se llamó el Viejo Mundo, que no será sustituido tan fácilmente por el Nuevo Mundo ni por los otros mundos llegados de Oriente. La cultura, más que el peso político, es el signo de la permanencia de Europa, pero para que esto siga siendo así, los habitantes del variado mosaico de naciones europeas deben tomar conciencia de ello. Con todo, Eduardo Lourenço no solo reflexionó sobre Europa sino también sobre el conjunto de Occidente, al que también pertenecerían Estados Unidos y Rusia, aunque los genuinos occidentales fueron los europeos.
“Pero es poco probable que una nación que aún no hace ni cincuenta años tenía gravísimos problemas de coherencia étnico-política interna y era obligada a retirarse apresuradamente del conflicto vietnamita, esté en condiciones de imponer su modelo de “imperialismo” en un mundo donde existen naciones como China, India y Japón que, excepto la última, le deben más a Inglaterra, Francia o Alemania por haber entrado en el circuito de la civilización moderna que a los Estados Unidos propiamente dichos”.
Estas palabras fueron escritas por Lourenço poco después de los atentados terroristas del 11-S, cuando estaba en marcha la respuesta estadounidense contra el Afganistán de los talibanes. Poco después, llegaría la segunda guerra de Irak, culminación del conflicto por la liberación de Kuwait. Eran los tiempos de una ilusión adolescente, en palabras del escritor portugués, la de Estados Unidos que creía que su supremacía militar, financiera y económica le aseguraría el dominio del mundo. Por el contrario, Lourenço conocía bien los entresijos de la historia y no era muy optimista sobre una aparente victoria sobre el régimen de Sadam Hussein. Es verdad que el presidente iraquí no gozaba de excesiva simpatía entre muchos árabes y musulmanes, pero estos nunca aceptarían la humillación de un país de los suyos invadido por ejércitos occidentales. Tarde o temprano, esta humillación se trasladaría al cercano escenario europeo, opinaba nuestro autor, y la sucesión de atentados terroristas le daría la razón. Si la crisis de Suez de 1956, en la que Francia y Gran Bretaña fueron humillados por estadounidenses y soviéticos que les obligaron a retirarse de Egipto, marcó un inicio para la decadencia europea, las dos guerras del Golfo supusieron, según Lourenço, un nuevo Suez para Europa. El continente europeo conocería en su propia carne los efectos del resentimiento musulmán. Por si fuera poco, Donald Rumsfeld, el secretario de defensa de George W. Bush, tuvo palabras despreciativas en 2003 para la vieja Europa. Pero Lourenço vivió lo suficiente para comprobar que otro estadounidense, el presidente Donald Trump, hizo alarde de una mayor arrogancia.
“Una de las cosas más lamentables de la política europea es que no existe ninguna estrategia en la relación con Rusia”.
Eduardo Lourenço enseñó buena parte de su vida en universidades francesas y era un ferviente admirador del general De Gaulle que, a su juicio, había tratado de buscar un equilibrio entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Era bien conocido el anticomunismo del presidente francés, pero no era menos cierto que no quería que Europa occidental fuera un simple escudo de Washington contra la amenaza soviética. Pese a la existencia de los bloques, opinaba que Rusia seguía siendo parte de Europa. Lourenço era de la misma opinión, y no demostraba tener demasiado entusiasmo por la expansión de la OTAN y la UE hacia el este. No entendía cómo se pretendía aislar a Rusia y al mismo tiempo abrir a Turquía las puertas de Europa. En este sentido habría alabado alguna de las últimas iniciativas de Macron, y esto a pesar de que esta cita es de 2014, en plenas crisis de Ucrania y de Crimea. Con todo, hay que tener en cuenta que la Rusia a la que se refiere Lourenço no es tanto la de sus gobernantes actuales sino la representada por la cultura ortodoxa que a finales de la Edad Media contribuyó a la formación del Estado ruso moderno. Frente a la tentación asiática de Rusia, el escritor portugués subrayó la europeidad del país más extenso del planeta.
“Es mejor leer a Tácito, el autor de La Germania, que los discursos humanísticos de un europeísmo mítico con el que ocultamos nuestro tribalismo estamental”.
Esta cita pertenece a los años del fracasado proyecto de Constitución europea. Eduardo Lourenço creía en la Europa de las naciones, al modo gaullista, y no en la filosofía de Habermas con su patriotismo constitucional y su ciudadanía universal, medicina para el trágico pasado alemán. El ensayista luso era partidario del proceso de integración europea, pero seguía creyendo que la realidad concreta de Europa era la de un conjunto de “naciones” y que es mucho más importante lo que han vivido y viven como “naciones” que la existencia de un “centro” o una voluntad política digna de ese nombre. Antes que una realidad política, Europa es una realidad cultural. Sin la cultura, subrayaba Lourenço, Europa sería un envoltorio vacío, una realidad sin alma. Si Europa se aparta de sus valores culturales y se vuelve indiferente a su herencia y su riqueza cultural, “no será sino una Disneylandia para nuestro seudoinfancia de europeos”. Hay que estar de acuerdo con Lourenço en que esto es muy posible en nuestra época, en la que tanto los dirigentes políticos como las sociedades parecen valorar más el imperio de las emociones que el heroísmo de la razón, por emplear la conocida expresión de Edmund Husserl. De hecho, la visión de la Europa actual no era muy alentadora para nuestro autor. Estos eran sus puntos de vista: Gran Bretaña podía haber dado un mayor sentido global a Europa pero había preferido tomar un camino ilusorio y verse contaminada por un nuevo nacionalismo; Francia seguía siendo huérfana de De Gaulle y se enredaba en debates de carácter casi religioso sobre la laicidad; Alemania, la “buena Europa”, se negaba a asumir protagonismo para ocultar su pasado; España y Portugal se comportaban como Quijotes intentando salvar a Europa de sí misma… Esto lo decía Lourenço en 2017, pero ignoro si lo sostendría en 2020, cuando la principal preocupación de los dos países ibéricos parece ser esperar que Europa les solucione los problemas que ellos mismos no pueden resolver.
“Por eso la primera y fundamental de las exigencias del espíritu europeo es la libertad…. Los sofistas, oscura o claramente interesados en la defensa de cualquier especie de tiranía, consideran siempre oportuno afirmar como el Trasímaco de La República o el inolvidable Calicles del Gorgias, que la libertad es un concepto vacío… Pero ninguna tiranía fue lo suficientemente honesta o fuerte para confesar públicamente a sus súbditos que no eran libres”.
Esta cita procede de Heterodoxia, la primera gran obra de Eduardo Lourenço, cuya primera versión data de 1949, de sus años de profesor en Coímbra. Haría una versión definitiva en 1987. Me gusta relacionarla, aunque tendría muchas vinculaciones, con su defensa de la cultura europea. Lourenço previno contra la tentación de una Europa que se vuelve ajena e indiferente hacia su pasado, como si nunca hubiera existido. Por el contrario, nuestro autor seguía creyendo que era el continente de Tomás de Aquino, Dante, Erasmo, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, Galileo, Newton, Goethe, Tolstoi y Joyce. Creo que Lourenço estaría de acuerdo en que, si Europa se aleja de su cultura, se aleja también de la libertad, y existen sofistas empeñados en que así sea.