En 1919 el impacto de la Primera Guerra Mundial era muy fuerte en Europa y siguió siéndolo en el período de entreguerras, época en la que el sentimiento de decadencia de Europa, y por definición de Occidente, arraigó en los medios intelectuales y pareció verse confirmado por la ascensión al poder de unos totalitarismos agresivos y expansionistas, cultivadores de un pasado mítico hecho a su medida. En los meses en que se prolongaba la Conferencia de Paz de París, que recogió los dictados de los vencedores de la guerra, se publicaron en una revista literaria londinense, The Athenaeum, dos cartas de Paul Valéry, que poco después se recogieron para su edición en Francia bajo el título de La crisis del espíritu.
Desde entonces, y a lo largo de un siglo, en numerosos artículos y discursos, franceses y no franceses, han abundado las citas extraídas de estos textos de Valéry. Algunas de estas citas han sido premonitorias, otras, en cambio, pertenecen al género de apología de la decadencia, aunque siguen sirviendo para hacernos reflexionar a los europeos del siglo XXI.
“Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales…Elam, Nínive, Babilonia eran bellos y vagos nombres y la ruina total de esos mundos tenía tan poca significación para nosotros que su existencia misma. Pero Francia, Inglaterra, Rusia… serían también bellos nombres… Sentimos que una civilización tiene la misma fragilización que una vida. Las circunstancias que llevarían a las obras de Keats y de Baudelaire unirse a las obras de Menandro no son por completo inconcebibles: están en los periódicos”.
Se diría que Valéry tiene una cierta nostalgia por la Europa de 1914, el mundo de ayer al que se refería Stefan Zweig, un gran europeo que sucumbió a un pesimismo trágico. En efecto, la guerra tiene una capacidad destructiva que ha roto la fe en el progreso técnico-científico, como la única medida de la felicidad. El espíritu, que no es otro que el de la Ilustración, se siente desamparado y descubre, en un amargo despertar, que los logros de la razón han caído en manos de seres irracionalistas con metas tan estrechas como egoístas. La civilización europea puede morir, desaparecer al igual que otras civilizaciones de la Antigüedad, sepultadas en las arenas de un Oriente Medio que hace un siglo fue elevado a la máxima categoría de la geopolítica. ¿No sucederá lo mismo con las viejas naciones europeas, cargadas de siglos y de vastos legados culturales? Pero Valéry probablemente olvida una evidencia: las civilizaciones antiguas murieron porque todas sus ansias eran de conquista y dominio, que luego se pretendía afianzar con muros que al final demostraron ser inútiles. En cambio, Europa era un espacio de síntesis, de progresiva armonía entre culturas diferentes que dieron lugar a una civilización común, con una enriquecedora pluralidad de elementos, en la que el humanismo no excluía a la técnica, ni la técnica al humanismo. Cuando se lleva a cabo esa exclusión, y para ello no hacen falta los conflictos bélicos, se cumple aquello de que el sueño de la razón produce monstruos. Con todo, no deja de llamar la atención las referencias de Valéry a Charles Baudelaire y John Keats. ¿Qué tenían estos dos poetas en común? Quizás la mitificación de un antiguo orden, grecolatino o medieval, y en esa nostalgia, como dice el historiador libanés Georges Corm, Baudelaire se ha impuesto a Víctor Hugo, y acaso podríamos añadir que Keats se ha impuesto al sentido común del doctor Johnson.
“La paz es quizás, el estado de cosas en el que el la hostilidad natural de los hombres, se manifiesta en creaciones, en lugar de traducirse en destrucciones como hace la guerra”.
Paul Valéry es desconfiado, si bien podemos entender que no le faltan motivos: desde el siglo XVI Europa ha sido un campo de batalla por las pretensiones hegemónicas, pero esto no ha sido obstáculo para la creatividad humana, bien se tratara del Renacimiento o del Barroco, aunque tiene razón en que la paz fomenta mejor la creatividad. Curiosamente esta paz puede asemejarse a la del artesano suizo, maestro en el diseño de los quesos o los relojes, porque, después de todo, como dijo Winston Churchill en su famoso discurso de Zúrich de 1946, Europa debería ser una gran Suiza, libre y feliz. Hoy en día, eso no basta, pues esa Europa-Suiza tiene que abrirse al mundo y no autocomplacerse en su bienestar material. Recordemos que un gran filósofo del siglo XX, Emmanuel Lévinas, siempre recalcaba que los derechos humanos, ese patrimonio de la civilización europea, son los derechos de los otros. Una Europa cerrada nunca será creativa, porque perderá esos rasgos del espíritu europeo que subraya Valéry en sus artículos: una avidez activa, una curiosidad ardiente y desinteresada, una mezcla feliz de la imaginación y del rigor lógico, un cierto escepticismo no pesimista, un misticismo no resignado…
“¿Va a mantener Europa su preeminencia en todos los ámbitos? ¿O se convertirá en lo que es en realidad: una pequeña península del continente asiático?”
Esta cita es de plena actualidad, cuando tantos escritores y analistas políticos están saludando el retorno de Eurasia al primer plano de la escena internacional. Al parecer, el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda de China o el despertar del nacionalismo ruso a la búsqueda de áreas de influencia pérdidas, sin olvidar las aspiraciones político-económicas de la India y Japón, y unos Estados Unidos que tienen únicamente la predilección por la hegemonía comercial y el control de las rutas oceánicas, arrojaría a Europa a la irrelevancia. La pequeña península de Asia sería un apetecible bloque comercial y de inversiones, pero poco más. Su destino consistiría en mutar en un nuevo Bizancio, petrificado en la historia, condenado a la esclerosis político-económica, y en el que la defensa de sus valores específicos como la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho habría dejado de ser dinámica para convertirse en un dogmatismo sin alma. Esto significaría la victoria del determinismo geopolítico y geoeconómico sobre la libertad. Europa solo puede mantener su primacía, la de su espíritu, si se abre al exterior, a las otras civilizaciones, lo que no sería nada nuevo en su historia, pero no termina de hacerlo porque teme ser conquistada por elementos extraños. Lo cierto es que cuando tienes miedo de que desaparezca tu propia civilización, tiendes a refugiarte en una edad de oro inexistente y no comprendes el significado de esa civilización.
“Un solo ejemplo de ese espíritu, pero un ejemplo de primera clase –y de primera importancia: Grecia, porque hay que localizar Europa en todo el litoral mediterráneo, pues Esmirna y Alejandría son tan de Europa como Atenas y Marsella”.
Valéry rinde aquí homenaje a sus orígenes mediterráneos, hijo de un padre corso y de una madre de Trieste, un hombre que ve la luz en la localidad mediterránea de Sète, pero sus afirmaciones van más allá de su trabajo literario. Seguimos observando hoy que Europa no puede separarse del Mediterráneo, ni el Mediterráneo de Europa. Ese mar fue el escenario de encuentro de las raíces europeas provenientes de Jerusalén, Atenas y Roma, aunque hoy se ha convertido en un lugar de sombras y de muerte. Si Europa se atreviera a desempeñar un papel más activo, y no se conformara con el mero mantenimiento del statu quo, en la orilla sur, y aún más allá, los europeos no tendrían la percepción, alimentada por intereses políticos de signo diverso, de que el Mediterráneo se ha convertido en una muralla líquida.