Tanto o más que los grandes diseños, las pequeñas cosas cuentan para la percepción de la UE por sus ciudadanos. Con fortuna, en el tiempo han venido a coincidir un avance importante, como es la supresión de los costes de roaming en la UE (más Noruega, Liechtenstein, Mónaco y San Marino, pero no, por decisión propia, Andorra), con el 30º de aniversario de Erasmus, un programa, que no una política, que ha permitido acercar y conocerse a nueve millones de estudiantes de esta unión.
El euro no es cosa pequeña, pero en el bolsillo –o en la tarjeta de crédito u otros sistemas de pagos que vienen a remplazar al efectivo– es también un paso decisivo, al menos para los habitantes de la eurozona. Puede que la Unión Económica y Monetaria haya perdido popularidad por una política de austeridad general a la que, sin embargo, se han resignado muchos ciudadanos europeos (según diversas encuestas), pero el apoyo al euro se mantiene relativamente mayoritario y elevado.
El roaming afecta al coste de una extensión del ser humano, o al menos, de su cerebro, como es ya el móvil y su uso. Ha sido la Comisión Europea la que machaconamente ha venido insistiendo durante 13 años en eliminar este coste para los ciudadanos que cruzan fronteras en la UE, y supone una ventaja respecto a otros que no lo son. Los operadores, al final, se han tenido que plegar. Y, sin duda, lo notarán los millones de turistas comunitarios este verano en España. Hay que recordar que un 30% de los europeos toman vacaciones en el extranjero (datos de 2015). Habrá que ver qué pasa al respecto con el Brexit, aunque una vez que los turistas británicos se acostumbren difícilmente querrán renunciar al nuevo sistema.
El sistema Schengen y sus fronteras líquidas es, para los ciudadanos que se benefician de ellas, otro avance importante en este terreno. Como lo es la protección consular compartida para todos los ciudadanos comunitarios cuando se encuentran fuera de la UE. Habría otros ejemplos. Y esta Europa debe avanzar mucho más en todo lo que toca la digitalización, incluida la economía colaborativa con límites.
En cuanto a Erasmus, que estuvo a punto de suspenderse hace un tiempo por falta de dotación presupuestaria, debería potenciarse a otros niveles educativos, incluida la formación profesional de adultos que pierden su empleo. Habrá servido no sólo para formar, para normalizar currículos educativos, para impulsar la movilidad en Europa y para conocimiento por estos estudiantes del país de acogida –aunque no suelen compartir alojamiento con los locales sino entre los propios del programa– sino para encuentros entre jóvenes de diversos países europeos, e incluso en algunos casos de un mismo país, cuando éste no propicia la mezcla de estudiantes de diversas regiones, como ocurre en España. ¿Cuántas parejas duraderas europeas, incluso españolas, han salido de estas experiencias? Eran poco más de 3.200 los que primero se beneficiaron en 1987-1988. Ahora son 300.000 al año. Y la UE se ha propuesto que cubra a un 20% de los que cursan estudios superiores para 2020.
Un reciente estudio de Florian Stoeckel, resumido en el blog de la London School of Economics, para el caso de un grupo de alemanes, llega a la conclusión de su experiencia en Erasmus contribuye a un reforzamiento duradero de la identidad europea de estos estudiantes. Y esta identidad es importante ante los desafíos a los que se enfrenta actualmente la UE. Stoekel recalca la importancia de las interacciones sociales –que también se dan a través del móvil– para lograr un sentido de comunidad entre los ciudadanos.
Todo esto responde a la idea de ciudadanía europea, esencial para construir esta Unión no sólo de arriba abajo, sino desde la base. Es este un concepto que España impulsó a finales de los años 80, y que ha perdido fuste. Sin embargo, aunque sea con otro término (hay sociedades, como la danesa, que rechazan esa denominación), es esencial, pues aporta un plus de derechos y posibilidades a los ciudadanos por el hecho de pertenecer a la UE.
La idea de una ciudadanía europea debe servir para alimentar también otros proyectos grandes, como el de una Europa fiscal. Un verdadero y significativo presupuesto europeo en la Eurozona o a escala de toda la UE, debería nutrirse no ya de transferencias de los Estados miembros (aunque vengan del IVA o de otro tipo de recaudaciones) sino –no sólo ha de haber derechos sino también obligaciones– directamente de impuestos europeos a los ciudadanos y a las empresas europeas, que vean como se alimentan unos gastos que les benefician y nutren mejor la solidaridad y la idea de los bienes comunes, indispensables para estar construcción.
Este tipo de Europa de las pequeñas cosas puede hacer que las sociedades de la UE y la propia Unión realmente se transnacionalicen. La libre circulación de personas, que está detrás de todo esto, es un elemento esencial y vertebrador de esta Unión, a la que no podía ni puede renunciar en aras de, por ejemplo, el Brexit. Pero quizá el Brexit haga que esta dimensión transnacional cobre nuevo si, por ejemplo, se acepta la idea italiana, que ha recibido más apoyos, de convertir los 73 escaños británicos en unos paneuropeos con una lista única que todos puedan votar y en la que figuren los cabezas de lista, los Spitzenkandidaten que se proponen para presidente de la Comisión Europea.
Las cosas pequeñas también engrandecen a Europa.