No se le podrá derrotar en el sentido en que se ha derrotado el terrorismo de ETA, o se ha acabado el del IRA, u otros. Incluso en estos casos, la lucha fue muy larga. Con los yihadistas se puede tardar lustros, más aún cuando no se prestan a ningún tipo de negociación. Hay que defenderse contra este terrorismo y la radicalización violenta, prevenirlos, perseguirlos y luchar sin cejar contra ellos, contra sus efectos y contra sus causas, que son múltiples y complejas. Aún a sabiendas de que siempre algo se escapará, como, esta vez, ha ocurrido en Barcelona y Cambrils.
Pero el final sólo se conseguirá desde dentro de su propio mundo. Pese a la simpleza y pobreza ideológica y teológica de los yihadismos, estos se encuadran en otros marcos más amplios dentro de un islam, o variedades del islam, siempre pendiente de su Reforma, que está viviendo una larga guerra civil, en particular en su dimensión árabe. Reconocerlo no equivale a equiparar el islam con yihadismo o terrorismo, pero sí apuntar a un problema. Contra este tipo de terrorismo, por el que a los autores de los atentados no parece importarles morir para matar, el endurecimiento de las leyes penales de poco vale.
Naturalmente, cuando nos toca, cuando llega el zarpazo, nos duele mucho más, entre otras cosas porque tampoco es ajeno, viene también de dentro, junto a su dimensión global. Pero este fenómeno, o fenómenos, no es propiamente occidental, aunque algunos de los atacantes provengan de nuestras propias sociedades. A resultas de este terrorismo ha habido muchos más muertos en los propios países musulmanes que en los occidentales. La Base de Datos sobre Terrorismo Global (Global Terrorism Database) de la Universidad de Maryland (EEUU) arroja que, en el año 2016, 238 o el 0,7%, de las 34.676 personas asesinadas en atentados lo fueron en Europa Occidental, que sufrió 269 ataques de un total de 13.488, en su mayoría (55%) en Oriente Próximo y en el Norte de África.
Es un terrorismo mutante, que se adapta según el tipo de persecución que sufre y que, en la más simple de sus versiones, acude a los atropellos y las cuchilladas cuando no puede provocar explosiones. En su organización, también. El tipo de célula que actuó en Barcelona y Cambrils estaba formado en su mayor parte por jóvenes integrados y con trabajo, captados de forma rápida probablemente con técnicas de lavado de cerebro propias de sectas, por parte del imám de Ripoll. Plantean nuevos interrogantes y persisten las dudas sobre el alcance de su relación con el Estado Islámico (ISIS o Daesh), organización y marca. Ya estamos empezando a ver su metamorfosis ante la pérdida de su califato territorial en Siria e Irak, para transformarlo en virtual –con tremendos efectos físicos–, y que cuenta para ello con una acumulación de fondos propios sin precedentes que le permitirán seguir actuando durante mucho tiempo en muchas geografías.
El yihadismo plantea una profunda amenaza a nuestras sociedades, pero –pese a las alusiones a al-Ándalus en el caso español– no es existencial, al menos mientras no tenga acceso a armas químicas, bacteriológicas o nucleares de algún tipo (como las “sucias”), que podrían dotarle de capacidad de destrucción masiva. Sí amenaza a nuestra forma de vida pero los ciudadanos occidentales apoyan la incomodidad que suponen las medidas de seguridad que se van acumulando, y si albergan un cierto miedo y reclaman más seguridad, también se aprecia una cierta resignación a que seguirá habiendo atentados.
En España, al menos, los ciudadanos, y los gobiernos, no han perdido la cabeza con los atentados. No lo hicieron tras el 11 de marzo de 2004 en Madrid. No lo han hecho ahora. Entonces no surgieron en nuestra sociedad tendencias islamófobas. Esta vez, tras la matanza en las Ramblas barcelonesas y descubrirse la trama del imám de Ripoll se han generado muchos más cuestionamientos sobre los musulmanes, magnificados además por unas redes sociales que no existían en 2004. La conexión entre terrorismo e islamismo se ha hecho más estrecha en la mente de muchos ciudadanos tras lo de Barcelona –como en Francia tras los atentados de París y Niza, y otros–, pese al “no a la islamofobia”.
Lo que debería generarse es una profunda reflexión sobre la educación e integración de los inmigrantes de segunda generación y la necesidad de forzar con medidas judiciales a las familias musulmanas a respetar la igualdad de las mujeres –pues la citada Reforma del islam vendrá de ellas, al vivir no tanto un choque de civilizaciones sino de sexos–.
El control de los imames está la orden del día. Y a este respecto, la Constitución española puede ser útil para mantener e impulsar la cooperación del Estado con las confesiones religiosas que señala su artículo 16, cuyos redactores no pensaron cuando lo hicieron en 1978 en el islam, pero que ahora puede servir para la financiación y el control de todas las enseñanzas religiosas y de los imames. El censo de mezquitas e imames que está preparando la Comisión Islámica de España (CIE) es un primer paso que se debía haber tomado hace tiempo. Pues es un problema del que las autoridades son conscientes hace años.
En todo caso, esta va a ser una lucha sin tregua, larga y compleja y en ocasiones dolorosa, que requiere la esencial colaboración de todos los cuerpos de seguridad, nacionales e internacionales, de los servicios de inteligencia y de los ciudadanos. Las divisiones derivadas de otras razones, como las tensiones en torno al independentismo catalán, merman esta lucha. Tampoco se puede ignorar que la política occidental hacia lo que ha venido ocurriendo en el mundo árabe e islámico –externo e interno– ha sido, no siempre mas sí a menudo, equivocada, contribuyendo a alimentar este monstruo.