El tercer consejo ministerial de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) tuvo lugar en Estocolmo hace un cuarto de siglo, del 14 al 15 de diciembre de 1992. En aquella reunión los diplomáticos de más de cincuenta países y los medios de comunicación allí presentes quedaron impactados por el discurso del ministro de asuntos exteriores de la Federación Rusa, Andrei Kozyrev. Un manual de historia diplomática lo consideraría como un ejemplo de «diplomacia de choque». Lo cierto es que a lo largo de cuarenta y cinco minutos Kozyrev consiguió que su auditorio pasara de la placidez protocolaria de las conferencias al sobresalto y al nerviosismo. Se cuenta que Lawrence Eagleburger, efímero secretario de Estado con George H. W. Bush, se encaró en un lugar discreto con el ministro ruso y le pidió explicaciones sobre lo que parecía un cambio drástico en la política exterior del presidente Boris Yeltsin. Kozyrev le tranquilizó con un discurso completamente opuesto al que había pronunciado, y tranquilizó de paso a otros diplomáticos occidentales, aferrados a la retórica de la victoria de la democracia y del libre mercado en la Guerra Fría, aunque el conflicto en la antigua Yugoslavia estuviera empañando esas ilusiones.
¿Qué inquietó a los occidentales del primer discurso de Kozyrev? Prácticamente todo. El ex ministro de Yeltsin, que hoy reside en EEUU, ha llegado a decir que fue un discurso profético, pues la política exterior rusa evolucionaría en los años siguientes en los términos expresados en su intervención. Sus palabras no fueron nada diplomáticas. Eran realismo puro y duro, que ensalzaban el interés nacional o las esferas de influencia, conceptos mal vistos en una estructura de cooperación internacional como la CSCE/OSCE. Tenían bastante de discurso soviético de las décadas de los 60 y 70. Nada más comenzar a hablar, Kozyrev anunció con cierta solemnidad que tenía el deber de presentar los cambios que se iban a introducir en la política exterior de Rusia.
En primer lugar, Rusia continuaría desarrollando una política orientada hacia Europa, pero al mismo tiempo no olvidaría sus vínculos con Asia. Rusia se reafirmaba como potencia euroasiática. El sueño de una Rusia europea, alimentado en los primeros años de la presidencia de Yeltsin, se desvanecía. Kozyrev cuestionaba además el incremento de la presencia militar de la OTAN en el Báltico y advertía a los occidentales de no usar la fuerza contra Serbia, el tradicional aliado ruso.
A continuación, Kozyrev subrayaba que los principios y compromisos de la CSCE no eran de aplicación en el territorio de la antigua Unión Soviética, al ser “el territorio de un antiguo imperio donde Rusia debe defender sus intereses, utilizando todos los medios, incluyendo los económicos y militares”. Seguidamente pronosticó que tarde o temprano las repúblicas ex soviéticas terminarían formando una federación o confederación.
Por último, el ministro hizo esta expeditiva declaración:
“Estamos dispuesto a desempeñar un papel constructivo en el trabajo del Consejo de la CSCE pero somos muy cautelosos con respecto a las ideas que lleven a la interferencia en nuestros asuntos internos”.
Se produjo entonces un silencio mortal entre los asistentes.
Kozyrev se desdijo después de todas estas afirmaciones en su segundo discurso, y advirtió que así sería la política exterior rusa si las fuerzas ultranacionalistas opuestas a Yeltsin se hacían con el poder. Por tanto, los occidentales tenían que ayudar a Rusia a unirse al club de las potencias democráticas con economía de mercado y dispensarle un trato de igualdad.
Un cuarto de siglo después nos surgen estas preguntas. ¿Hubiera podido evolucionar la situación de Rusia de un modo diferente? ¿Es Occidente culpable de esa evolución? ¿Faltó decisión para apoyar a la Rusia de Yeltsin? ¿No querían algunos en Occidente una Rusia debilitada, abandonada a sus problemas internos, con la que sería más sencillo negociar? Ciertamente no faltaron en aquel tiempo declaraciones occidentales de apoyo a Yeltsin, sobre todo por el convencimiento de que la alternativa era peor, pero la opción elegida por la administración Clinton, que tomó posesión un mes después del discurso de Kozyrev, fue la ampliación de la OTAN hasta las fronteras rusas. A Rusia se le concedería un estatus particular, en el que tendría voz, pero no capacidad para vetar los intereses occidentales. Yeltsin proclamó su decepción en la Cumbre de la CSCE de Budapest (1994) al hablar de “paz fría” y esto marcó el comienzo de una evolución en la política exterior rusa en la que primarían abiertamente los intereses nacionales. Primero fue un “nacionalismo benigno”, en expresión de Kozyrev en aquellos años, pero luego llegaría un nacionalismo mucho más contundente y deseoso de contrarrestar la influencia occidental en el antiguo espacio soviético. El nacionalismo asertivo no surgió con Vladimir Putin. El relevo de Andrei Kozyrev por Yevgueni Primakov al frente de la diplomacia rusa en 1996 fue el signo visible del nuevo enfoque en política exterior.
Kozyrev pretendía en 1992 una relación entre Rusia y Occidente que salvaguardara el estatus de gran potencia de su país. La derrota del comunismo no podía implicar la humillación de Rusia. Sin embargo, la intervención de Serguéi Lavrov, el veterano ministro ruso de Asuntos Exteriores, en el 24º Consejo de la OSCE en Viena, el 7 de diciembre pasado, no deja lugar a dudas sobre las crecientes tensiones. No es «diplomacia de choque» por sorpresa, como la intervención de Kozyrev, sino «diplomacia de choque» anunciada, y que ahonda en el distanciamiento entre Rusia y Occidente, pues el discurso está cargado de reproches hacia los países occidentales. Son ellos los que estarían atentando contra el principio de indivisibilidad de la seguridad, uno de los elementos del concepto de seguridad de la OSCE, por el incremento de las capacidades de la OTAN en el “flanco oriental”, la trayectoria hacia la expansión de Alianza o el despliegue del escudo antimisiles, y también serían los responsables de violaciones del Derecho Internacional, en particular por medio de la interferencia en los asuntos internos de Rusia. Es verdad que Lavrov recordó también el objetivo fijado en la cumbre de Astaná de 2010: la configuración de la OSCE como una comunidad de seguridad, libre, democrática e indivisible desde Vancouver a Vladivostok. Pero, hoy por hoy, estos objetivos parecen lejanos, entre otras cosas, porque la nueva Rusia, al igual que la antigua URSS, no da a estos adjetivos el mismo significado que le dan los occidentales. En consecuencia, la OSCE no deja de ser el foro de los reproches mutuos porque la discordancia entre los compromisos políticos, sustentadores de una dimensión de la seguridad en sentido amplio, y los intereses nacionales está más viva que nunca.