Si nos atenemos a los datos, en Libia existe ya una crisis humanitaria –con más de 120.000 personas desplazadas y refugiadas en torno a las fronteras con Túnez y Egipto, que necesitan asistencia y protección urgente– y se han cometido crímenes contra la humanidad, con la población civil libia como objetivo directo de las fuerzas leales a Muammar el Gaddafi. Esto debería bastar para activar el principio de “responsabilidad de proteger”, aprobado por la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2005, que determina que si un Estado no asume (porque no quiere o no puede) su responsabilidad de garantizar el bienestar y seguridad de su población, la comunidad internacional se obliga subsidiariamente a hacerlo.
En línea con ese mandato internacional, debería ser inmediata la creación de corredores humanitarios para asegurar la atención a los civiles afectados por el conflicto. Igualmente, resulta imperioso decretar una zona de exclusión aérea para dificultar los movimientos de tropas activadas para sofocar violentamente la movilización popular y, al menos, reducir la posibilidad de que la población civil siga siendo atacada desde el aire. Pero nada de esto se deriva de la Resolución 1970 que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó el pasado 26 de febrero. De su texto se deduce que, en el mundo de hoy, el mínimo común denominador no alcanza para ir más allá de deplorar la violencia y llamar a la calma, al tiempo que se decreta un embargo de armas y se limitan los movimientos de Gaddafi y su círculo más próximo.
Para asumir realmente el desafío de hacer frente por la fuerza a los crímenes de Gaddafi, habría que vencer muchas resistencias. La principal se refiere a que nadie quiere asumir el liderazgo de una acción militar internacional. EEUU, que no importa ni un solo barril de petróleo libio, no está interesado en implicarse en solitario, ni en compañía de otros (en el marco de la OTAN), cuando todavía se encuentra empantanado en escenarios tan complejos como Afganistán e Irak. Para la UE, aunque Italia quisiera impulsar alguna respuesta común, dada su significativa dependencia energética de Libia, esta tarea supera su actual nivel de voluntad comunitaria y el techo marcado por las “misiones Petersberg”. Mucho menos cabe imaginar a la Liga Árabe o a la Unión Africana activando capacidades militares contra Gaddafi.
Aunque en su día pareció asentarse la idea de que “nunca más” volvería a repetirse la pasividad ante una masacre como la que se registró en los Grandes Lagos (1994), mucho más poderosa es la convicción de que “nunca más”, tras la desventura propiciada por la invasión de Irak (2003), se volverá a lanzar una campaña militar para derrocar por la fuerza a un gobernante. Y eso también lo saben Gaddafi y sus leales (mercenarios incluidos).