Algunas de las mal cosidas costuras de la UE están saltando. La fractura entre Norte y Sur, o entre acreedores y deudores, sigue ahí, no del todo resuelta tras el acuerdo con Grecia. La posibilidad de un Brexit, de una salida del Reino Unido, es real. Pero la gran fisura interna de la UE es ahora entre Este y Oeste, que en buena parte es también entre nuevos y viejos socios. Esta línea divisoria ha salido a plena luz con la crisis de los refugiados y la decisión sobre el reparto de los cupos a admitir, impuesta por mayoría con el voto en contra de la República Checa, Eslovaquia, Hungría y Rumanía, y con serias dudas de Polonia y los Bálticos, en general países que no tienen experiencia de inmigración y pluriculturalidad. Pero, sobre todo, algunos de ellos están en una regresión democrática que puede socavar los cimientos de la UE y reforzar el mismo tipo de movimientos en otros países, incluidos los de Europa occidental, tocados por el populismo xenófobo y antieuropeo.
La división es preocupante. Ya se dijo cuando estos países recuperaron su soberanía tras la disolución del Pacto de Varsovia y el fin del dominio soviético, que serían reticentes a compartirla en la UE, a la que aspiraban a entrar por interés y seguridad más que por sentido de identidad. Se fían más de EEUU que de sus socios europeos. Se fiaban de Alemania, que ha invertido mucho en ellos, pero en los últimos tiempos esta confianza se ha roto y no sólo por la cuestión de los refugiados Europa sino también por su miedo a Rusia y su temor a que Berlín acabe entendiéndose con Moscú. Y aunque la OTAN les protege, los aliados no han llegado a dar el paso de desplegar fuerzas permanentes –sí estacionamientos de largo plazo– en las zonas cercanas a la Federación Rusa.
A pesar del recelo a Rusia, algunos de los dirigentes de estos Estados miembros de la UE ponen ahora como modelo político la figura de Vladmir Putin. El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, habla de reconstruir Europa desde una “democracia iliberal” y cristiana ya que, opina, la liberal, laica y de fronteras porosas ha fracasado. Ha impulsado leyes contra la libertad de prensa, y otras medidas antidemocráticas. Como señaló la ex comisaria europea y ex ministra italiana de Asuntos Exteriores Emma Bonino la semana pasada en Madrid, Orban quiere utilizar la cuestión de los refugiados para cambiar la UE.
La UE no ha reaccionado. Aunque algunos consideran que su activación significa “apretar el botón nuclear”, el artículo 7 del Tratado de Lisboa, permitiría, si hay mayoría suficiente en el Consejo y en el Parlamento Europeo, iniciar un procedimiento para “constatar la existencia de una violación grave y persistente por parte de un Estado miembro de los valores” sobre los que se basa la UE, y llevar incluso a la suspensión de derechos del país en cuestión. De momento y ante la resistencia combinada de los dos grandes grupos, el popular y el socialdemócrata, el Parlamento Europeo, en la Comisión de Libertades Civiles, Justicia e Interior, ha rechazado dar tal paso, e instando a la Comisión, como ya hizo en junio a presentar propuestas para “establecer un mecanismo europeo sobre democracia, Estado de derecho y derechos fundamentales”, algo que efectivamente le falta a la UE. Si para ingresar hay algunas exigencias de respeto de niveles democráticos (los llamados “criterios de Copenhague”), una vez dentro, la UE parece impotente ante involuciones en sus Estados miembros. Las sanciones diplomáticas contra Austria en 2000 por la participación de un partido xenófobo, el de Haider, en el gobierno, de nada sirvieron. Y los Haider se han multiplicado en buena parte de Europa, al Este y al Oeste.
Si en su comparecencia conjunta en el Parlamento Europeo la semana pasada, Angela Merkel y François Hollande, criticaron el nacionalismo, el soberanismo y el populismo xenófobo, fueron discretos sobre este problema de democracia. La canciller alemana, que en privado sí habló de indignidad al referirse a la actitud de Hungría ante los refugiados, debe ser consciente de que su socio de Baviera, el socialcristiano Horst Seehofer, es reticente a la política de aceptar más asilados y recibió recientemente en Múnich a un Orban que en su presencia criticó el “imperialismo moral” de Alemania.
Viktor Orban ganó claramente las elecciones de 2014 y es un problema que alguno de sus rivales con posibilidades sea incluso más radical. La situación puede empeorar en otros países y especialmente en el más importante de ellos, Polonia, donde el derechista y contrario a más avances en Europa, Andrzej Duda, ganó las presidenciales el pasado verano, pues su partido Ley y Justicia está bien situado para dominar las generales el próximo día 25. Incluso un moderado como el presidente checo, Miloš Zeman, ha adoptado un discurso anti-inmigración.
Que el anti europeísmo y el populismo derechista crezcan en otras parte de Europa (España y Portugal son, hasta ahora, afortunadas excepciones) no reduce estas división. Con lo que llegados a este punto, hay que pensar en cómo ayudar a estos países a volver a mirar bien a Europa y a la democracia liberal. No es una cuestión de dinero –estos países se benefician de las transferencias de la UE– sino de cultura geo- y sociopolítica.
La política de la UE en la vecindad oriental no ha reportado los frutos esperados. Y dentro, varios de ellos se sienten también aislados. Pueden quedarlo más si prospera la idea que impulsan Merkel y Hollande de reforzar la Unión Económica y Monetaria, aunque algunos de los países más reticentes a aceptar refugiados, como Eslovenia, Eslovaquia y los Bálticos, están en el euro. En todo caso, es necesario establecer claras pasarelas entre la Eurozona y el conjunto de la UE, pues, salvo los que no quieren (el Reino Unido, Dinamarca y Suecia), los que no pueden deben conservar la esperanza de entrar en cuando estén dispuestos y lo esté la Unión Monetaria.
Un debate sobre las involuciones democráticas, en profundidad y con luz y taquígrafos, en el Parlamento Europeo y en el Consejo, a instancias de la Comisión en base al artículo.7, sería muy saludable, y llegaría a las ciudadanías de estos países cuestionados. Incluso a los seguidores de populistas de la otra parte de la UE como Marine Le Pen, del Frente Nacional francés –otra admiradora de Putin–, que criticó duramente a Merkel y a Hollande en Estrasburgo. Si la UE no recobra credibilidad democrática hacia adentro, se puede diluir, y conseguirá aún menos impulsar sus valores hacia afuera. “El nacionalismo es la guerra”, dijo Hollande. La des-democratización que lo acompaña puede serlo también.