La defensa europea ha estado alojada en el fondo del armario de la construcción europea durante más de seis décadas. No fue ese su sitio en los primeros momentos del proceso, cuando llegó a contar con un Tratado (el de Bruselas de 1948), con una Organización de Defensa (la de la Unión Occidental) y estuvo a punto de disponer de un ejército europeo en 1954, pero el rechazo de la Asamblea Francesa a la Comunidad Europea de la Defensa delegó la defensa europea en la OTAN durante toda la Guerra Fría.
“Ninguno de los grandes acuerdos sobre la defensa europea del Tratado aprobado en Lisboa se ha aplicado hasta la fecha”
Salvo a mediados de los años 80, cuando parecía que EEUU se iba a desvincular de Europa tras los cambios en Rusia, la defensa europea no se ha atrevido a salir del armario porque los Estados miembros siempre han tenido miedo a lo que se pudiera decir sobre la duplicación con la OTAN, la contaminación de una potencia “civil” en cuestiones militares, la pérdida de la soberanía nacional o, seamos francos, un mayor esfuerzo militar o presupuestario. En consecuencia, cada vez que se ha intentado abrir tímidamente el armario con algún tratado, su implementación ha retrocedido luego bajo la presión posterior de los prejuicios, los egos o las carteras de los Estados miembros. Por citar el último intento, ninguno de los grandes acuerdos sobre la defensa europea del Tratado aprobado en Lisboa –defensa colectiva, cláusula de seguridad, cooperación estructurada permanente o delegación en algunos países– se ha aplicado hasta la fecha. Y, como resultado, la Política Común de Seguridad y Defensa de los 28 (camino de los 27) ha tenido muy poco de política, nada de común, un poco de seguridad y casi nada de defensa.
En esas circunstancias, quienes deseaban que la defensa europea saliera del armario, han tenido que esperar que el destino deparara una ventana de oportunidad para hacerlo. La ventana comenzó a abrirse en 2008 cuando la crisis económica redujo los presupuestos de defensa y la demanda de equipos militares a niveles de mínimos, obligando a las instituciones europeas a movilizarse. Un segundo impulso llegó en 2014 cuando la Administración Obama puso a sus aliados europeos ante el hecho de consumar su relevo al frente de la seguridad europea mientras los EEUU se volcaban en la seguridad asiática. Unidos tras la pancarta del Defense Matters, los Jefes de Estado y de Gobierno se comprometieron a incrementar sus presupuestos de defensa (gastar más y gastar mejor). El aumento de la autoestima animó a seguir empujando la puerta, y a pesar de que los últimos meses no han sido de los mejores para el proceso de integración –Brexit y “crisis existencial” incluidos–, se ha llegado al Consejo Europeo de diciembre de 2016 con una Estrategia Global de Política Exterior y de Seguridad de la UE y con una agenda para implementarla.
Si todo fuera como aparece en los titulares de las noticias, o como se cuenta en las declaraciones oficiales, se podría afirmar que la defensa europea ha salido por fin del armario y que se le ha reconocido el lugar que le corresponde en el proceso de integración. Pero como señala el título del comentario, la defensa simplemente está saliendo del armario –lo que no quita mérito al empujón que se la ha dado a la puerta–, pero hay que tener en cuenta que todavía persisten muchos de los prejuicios, intereses y dificultades que lo retenían en el fondo del mismo y al que pueden devolver la defensa europea si no se aprovecha esta oportunidad.
“Ha llegado el momento de plantearse por qué los presupuestos de la Unión no asumen el pago de su defensa”
En primer lugar, hay que legitimar la salida con argumentos verídicos, no creando expectativas que conducirán a la frustración. La defensa europea que está saliendo del armario no se va a encargar de la defensa colectiva (lo hará la OTAN) y no dispondrá de ejército, equipo ni cuartel general propios (seguirá dependiendo de las estructuras de fuerza nacionales). Tampoco va a poner más tropas, unidades, equipos o dinero para las operaciones militares (lo seguirán haciendo los países de siempre, que no son todos). Y aunque esas operaciones puedan contribuir a la seguridad europea, la lucha contra el terrorismo o las migraciones incontroladas depende mucho más del esfuerzo de las fuerzas y cuerpos de seguridad, justicia, inteligencia y fronteras que de lo que lo que la defensa europea pueda hacer por ella.
En segundo lugar, y frente a la apariencia de una secuencia lógica de planificación, la agenda de la defensa puede convertirse en un fin en sí misma. Aunque la Estrategia Global anunciaba que la agenda de la defensa se definiría a partir de una “estrategia sectorial” previa donde los Estados miembros tenían que definir el nivel de ambición civil-militar, las funciones, requisitos y prioridades de la defensa. Esa lógica se ha abandonado, no habrá estrategia sectorial y la agenda europea se reduce a compatibilizar las diferentes estrategias de implementación de algunos Estados miembros, de la alta representante (Implementation Plan on Security and Defence), de los acuerdos OTAN-UE y de la Comisión (European Defence Action Plan).
La irrupción de la Comisión y de los fondos europeos en la defensa europea rompe otro tabú que contribuía a retener a la defensa en el fondo del armario. Al igual que las Administraciones estadounidenses se preguntan por qué un país debe asumir la carga de toda la defensa aliada, ha llegado el momento de plantearse por qué los presupuestos de la Unión no asumen el pago de su defensa. La apertura de los instrumentos financieros comunes a la investigación y al desarrollo –que no a la adquisición ni a la operación– de capacidades de defensa abre la puerta a un reparto futuro del gasto más justo y solidario que el actual. La apertura era necesaria pero no es suficiente porque los Estados miembros tendrán que ajustar las competencias y responsabilidades de la Comisión y del Parlamento Europeo para gestionar los fondos comunes que se dediquen a la defensa europea.
La industria europea de la defensa –que es primero industria y luego defensa, y ya más comercial que militar– puede aprovecharse de la apertura para desarrollar su competitividad y ganar mercados. Como no se trata de repartir fondos a todos, cada empresa y cada país tendrá que ver cómo aprovecharse de la oportunidad para fortalecer su base industrial y tecnológica (este es un deber urgente para España). Como no se trata de invertir más, sino de invertir mejor, cada país y cada fuerza tendrá que pensar si las nuevas capacidades se destinan a satisfacer necesidades futuras o a justificar estructuras de fuerza del pasado.
Finalmente, todo lo anterior contribuye a legitimar la defensa europea como una función pública de interés general no vergonzante. Una legitimidad que cuestionan quienes prefieren la neutralidad o la dependencia estratégica europea o los dirigentes y opiniones públicas proclives a que sean otros los que usen y paguen la fuerza militar. Si la legitimación progresa de la mano de quienes han conseguido abrir la puerta del armario, es posible que el genio de la defensa europea no vuelva a entrar en el mismo. Pero de momento, el genio sólo está saliendo del armario, sólo saliendo.