Hará este año un siglo, en el verano de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial estaba tocando a su fin ante lo que sería el armisticio de noviembre, Oswald Spengler publicó el primer volumen de su influyente La decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes). Cien años después vuelve a cundir que estamos ante el declive de Occidente –y más aún del orden relativamente mundial liberal que instauró–, aunque sea en términos relativos y poco tenga que ver con las causas que le atribuía Spengler a ese devenir. El pensador alemán, que rechazaba la visión eurocéntrica de la historia vista como antigua, medieval y moderna, consideró como inexorable, y casi mecánico, el desarrollo de lo que llamó las “altas culturas” (la “civilización” la veía como el comienzo del declive), en cuatro fases vitales: juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. Y en 1918 le había llegado el turno de esta última fase a ese fratricida Occidente, una de las ocho altas culturas que divisó: babilonia, egipcia, china, india, mesoamericana (azteca/maya), clásica (griega/romana), árabe (hebrea, semítica y cristiano-islámica) y occidental o europea-americana.
Es una visión de lo que es “civilización” no tan lejana de la de planteara con su “choque” Samuel Huntington, pero muy distinta de la del filósofo iraní-canadiense Ramin Jahanbegloo. Éste, en su reciente Declive de la civilización (The Decline of Civilization), 100 años después del libro de Spengler, va más lejos. Considera que estamos en un proceso de “des-civilización” de la sociedad, que no significa ausencia de civilización, sino “un estado de civilización sin sentido e irreflexivo”, con un “déficit de empatía”, no sólo en Occidente sino en el mundo en general.
Spengler se equivocó, claro, mas no sin interés. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) resultó en el ascenso de EEUU a preeminencia mundial y después a superpotencia global tras la segunda fase (1939-1945) de lo que fue una guerra civil europea y un conflicto mundial, que terminó llevando a la pérdida de sus imperios a las potencias del Viejo Continente. Entretanto surgió y se derrumbó (1917-1991) la Revolución Soviética, la URSS y la Guerra Fría que ganó Occidente, aunque quizá no tanto o tan bien como se creyó. Pues mientras Occidente la ganaba frente a la URSS, China resurgía de la mano de las Cuatro Modernizaciones de Deng Xiaoping a partir de 1982. Y desde la línea divisoria de 1989 –caída del Muro de Berlín y masacre de Tiananmén– ha revivido una Rusia nacionalista que Occidente no supo atraer e incorporar cuando pudo. Sobre todo, China, con un régimen de partido comunista y economía mixta, está recuperando un lugar en el mundo incluso más importante que el que tuviera antes de 1870, en parte gracias a haber sabido aprovechar al orden liberal y la globalización que impulsó Occidente.
Algunos, como Francis Fukuyama, creyeron ver en aquel triunfo occidental y la caída del sistema soviético un fin de la historia, con el triunfo universal del modelo liberal-democrático, aunque antes que él, lo plantearan Hegel y en su estela Alexandre Kojève. De hecho, Occidente durante la segunda posguerra mundial y la Guerra Fría logró, gracias al poderío militar y económico de EEUU, poner en pie ese orden mundial liberal para una parte importante del mundo, que siguió en la fase de unipolaridad. Sobre su declive empiezan a cundir los análisis en el propio Occidente. Como el de Richard Haas, para el cual la decisión de EEUU, con Trump, de abandonar el papel que ha desempeñado durante más de siete décadas “marca un punto de inflexión”. ¿Supone el declive del orden mundial liberal el declive de Occidente? ¿Es al revés?
A la vez, como hemos explicado anteriormente en el Blog, la democracia y el Estado de Derecho quedan en entredicho en algunos casos dentro de Occidente y de sus instituciones (Turquía y Polonia) y cunden los populismos disruptivos. Se refuerzan regímenes autoritarios fuera, como China y Rusia, con sus propios modelos políticos y económicos, mientras los occidentales se retraen a la hora de defender sus valores y principios. O incluso ponen en duda estos últimos. Una serie de libros publicados recientemente (de William Glaston y Timothy Snyder, por ejemplo) se preguntan si no es ya no el orden mundial liberal sino la propia democracia tal como se entiende en Occidente la que está en peligro.
El orden mundial liberal u occidental lo están poniendo en cuestión no ya los otros, sino los que los construyeron, con la Administración Trump a la cabeza desde Washington, en reacción a lo que ve como excesos de la globalización. No obstante, persisten muchos elementos de ese orden desde la OTAN a la UE, pasando por las instituciones de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y el antes GATT y hoy Organización Mundial del Comercio), en las que participa China. Pero Pekín, y otros, intentan cambiar este orden a la vez que construyen otro paralelo.
La OMC está en el punto de mira, pues la Administración Trump la está violentando (y China la ha aprovechado). Si se confirma, la guerra comercial que están iniciado EEUU y China se puede retroalimentar en una espiral de la que nadie podrá quedar al margen. Porque hoy el mundo es interdependiente. Ya hace años, Robert Keohane y Joseph Nye analizaron en un famoso libro de 1977 (Power and Interpendence) antes de que se hablara de globalización y de las cadenas globales de valor, lo que llamaron una “interdependencia compleja”. Y esa complejidad hace aún más peligroso que se trastoque.
De momento Occidente ha durado 100 años más que el libro de Spengler. Pero está dejando o va a dejar de ser dominante, ante el ascenso esencialmente de China. Incluso, por dentro, hay tensiones en el seno de Occidente entre el gran protector y en gran parte estabilizador, EEUU –que también fue el gran impulsor de la globalización que ahora pretende frenar–, y algunos de sus socios y aliados que se resisten a reconocer que EEUU ha cambiado, y esperan que Trump sea un fenómeno pasajero. Pero claro, si se dispara en el pie, Occidente acelerará su declive, aunque no sea por las razones que esgrimió Spengler, convencido de que era posible predecir lo que le iba a ocurrir. Es sabido: hacer predicciones es siempre muy difícil, sobre todo sobre el futuro (frase con varios padres). Incluso lo es predecir el pasado, pues como escribiera Antonio Machado, “ni el pasado ha muerto ni está el mañana, ni el ayer escrito”.