La década que ha terminado, la de los años 10 del siglo XXI, ha venido marcada por la crisis que empezó en 2007-2008, acompañada de los inicios de la Cuarta Revolución Industrial. Los efectos de ambas se adentrarán en los años 20 que acaban de empezar. Ha sido la década de la digitalización a fondo, pero también de la desilusión en la transformación tecnológica, tras las promesas de los primeros años del siglo. Se han multiplicado las capacidades de comunicación, pero Internet no ha cumplido con sus expectativas liberalizadoras, sino que ha favorecido los totalitarismos de control estatal, como el chino, o empresarial (y de información de los gobiernos) en el capitalismo de vigilancia de que habla Shoshana Zuboff, y empoderado, como ya pronosticamos en 2007, a los radicales.
También se ha gestado, por la manera en que se ha intentado salir de la crisis económica con una reducción drástica de expectativas, un conflicto generacional mayor que el habitual, desde luego en lo que antes se llamaba Occidente. Este conflicto generacional, sobre todo en una Europa envejecida en la que los babyboomers que llegan a la jubilación pesan más que los millennials y los que les siguen, va a marcar estos años 20. También el conflicto por la creciente desigualdad que se ha agravado, con el desclasamiento de mucha clase media, y que ha marcado la erupción de muchas de las protestas “glocales”, muy analógicas, aunque se basen para su coordinación/imitación en técnicas digitales, reflejo también de un malestar en las democracias. ¿Cambiarán las empresas el rumbo de maximización de beneficios que tomaron en los años 80? Este va a ser un tema para los 20. ¿Es un momento pre-revolucionario?
Muchos de los elementos mencionados sentaron las bases para la victoria de Trump en 2016, efecto y sujeto del cambio de mundo, y para la consolidación de regímenes autoritarios, con hombres fuertes a su frente, desde Rusia a Turquía, e incluso una China que con Xi Jinping ha reforzado su totalitarismo. También para el Brexit, que no deja de ser un gran fracaso para Europa, aunque ésta pueda cobrar ahora nuevos vuelos si ha de responder a este cambio de mundo.
Un cambio simbólico de década no implica una ruptura, sino que estas tendencias y los conflictos que conllevan van a continuar. En lo inmediato, lo más importante en 2020 son las perspectivas electorales en EEUU para noviembre. Cuatro años más de un radical y variable Trump –lo que no está ni mucho menos excluido– supondrán la disgregación permanente del orden mundial de los últimos 75 años, y de una cierta idea de Occidente, un Occidente que se está quedando pequeño en todos los sentidos, en un mundo en el que el centro de gravedad se está moviendo hacia Oriente. Por vez primera desde el siglo XIX, en 2020 las economías asiáticas pesarán más que el resto del mundo. Tampoco nos creamos que una victoria demócrata en EEUU supondría una vuelta atrás a un statu quo ante. Demasiadas cosas han cambiado, incluido el enfoque estadounidense de las relaciones, sobre todo de poder, tecnológicas y de valores, con China –que van a determinar esta década–, y el regreso de la pesadilla de las armas nucleares para la que 2019 puede significar un punto de no retorno. No hay vuelta atrás, sino un nuevo futuro, aún incierto, que hemos de contribuir activamente a construir también desde España.
Europa está perdiendo la carrera tecnológica, sobre todo la de la Inteligencia Artificial, frente a EEUU y China. Habla de geopolítica, de autonomía estratégica y de soberanía digital, pero habrá que esperar a ver si el nuevo equipo en Bruselas y los gobiernos ponen verdaderamente los medios para ello. Lo que sí parece estar cambiando es la política de austeridad que ha marcado esta década pasada. La primera economía europea de peso en abandonar la austeridad, ya fuera de la UE si el Brexit se cumple el 31 de enero próximo, habrá sido la británica con Boris Johnson.
La de los 10 habrá sido también la década de la concienciación –con Greta Thunberg como símbolo y actor– ante las causas humanas del cambio climático, con el Acuerdo de París de 2015, y las crecientes medidas –lentas e insuficientes, pero que van a avanzando en las sociedades– que se están tomando al respecto. Pero esto es un cura de una enfermedad que hemos provocado, no un proyecto cargado de ilusión para una vida generalmente mejor, pues esta lucha tendrá costes sociales.
La vida se sigue alargando. La esperanza de vida en el mundo ha crecido en la década pasada en más de dos años hasta más de 72,6 según datos del Banco Mundial y de la ONU. Y la pobreza absoluta (menos de 1,5 dólares al día) se ha reducido de un 18% a un 8% de la población mundial. El primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible se había fijado eliminarla para 2030, y vamos retrasados en este y en los otros. Vamos demasiado lentos ante los problemas que se acumulan, y, pese a algunos avances, muchos ciudadanos en el mundo siguen en la desilusión, cuando no en la frustración.