Un cuarto de siglo después del final de la guerra fría, la Organización para la Seguridad en Europa (OSCE) ha celebrado en Hamburgo su vigésimo tercer consejo ministerial (8 y 9 de diciembre). Allí el ministro de asuntos exteriores ruso, Serguéi Lavrov, se ha permitido recordar a Occidente haberse dejado llevar por la euforia al derrumbarse los regímenes comunistas. Su principal reproche ha sido afirmar que se construyó un régimen de seguridad cerrado y centrado en la OTAN con un movimiento de fronteras, fuerzas e infraestructuras militares hacia el este. En efecto, en aquellos años Moscú hubiera deseado que la OSCE fuera el eje central de la seguridad en Europa dejando atrás los dos bloques militares de la guerra fría.
Pero si la democracia liberal y la economía de mercado parecían haberse impuesto en la mayoría de los países de Europa central y oriental, ¿por qué habría de disolverse la OTAN? ¿No era el cambio político y económico una prueba concluyente de una victoria que había logrado sin efectuar un solo disparo? Había llegado, por tanto, la hora de construir una Europa “whole and free”, según se leía en los documentos de entonces de la Alianza. No era esta, sin embargo, la percepción de Rusia que seguía pensando en términos de gran potencia, aunque su alcance fuera más regional que universal.
La Rusia debilitada y el Occidente eufórico con la ampliación de la OTAN son ya historia. La geopolítica se está imponiendo sobre un discurso de raíces kantianas sobre la democracia y la economía de mercado. Pero donde se impone la geopolítica, triunfa también el nacionalismo, con lo que las líneas divisorias se acentúan y entra en crisis el multilateralismo, aunque sus estructuras institucionales y los canales de diálogo persistan. De ahí que todo nacionalismo sea partidario decidido de poner el acento en las relaciones bilaterales, consideradas como ejemplo supremo de pragmatismo y de defensa auténtica de los intereses nacionales. Desde esta perspectiva, un enfoque predominantemente bilateral de las relaciones internacionales implica que la pertenencia a una comunidad de naciones sustentada en los mismos valores pertenece al terreno de lo secundario, por no decir de lo teórico. A este respecto, me ha llamado la atención un breve pasaje del discurso del ministro Lavrov:
“Hoy tendríamos que trabajar como mínimo en restaurar la confianza mutua sin intentos de imponer la propia voluntad y los propios valores a los otros”.
No cabe duda de que en cuatro décadas desde el Acta Final de Helsinki, los Estados participantes en la OSCE han suscrito un amplio repertorio de principios y compromisos, aunque no parecen compartir los valores derivados de ellos. Desde el momento, en que hacen interpretaciones distintas o dan preferencia a unas normas sobre otras, el concepto de comunidad de valores se resquebraja. Puede ser este uno de los motivos de la permanente crisis de la OSCE que, en sus consejos ministeriales del siglo XXI nunca ha conseguido elaborar una declaración de consenso suscrita por todos y cada uno de los Estados participantes, y ha tenido que conformarse con una conclusión, que en otros años se llamaba declaración, del presidente en ejercicio.
En 2016 dicho presidente es el ministro alemán de Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, pero su conclusión habla más de la OSCE como instrumento de prevención y resolución de conflictos que como comunidad de valores propiamente dicha. Ha sido, sin embargo, en su discurso ante el Consejo ministerial, donde Steinmeier no ha tenido reparos en denunciar un mal interno que corroe los fundamentos de la OSCE: su nombre es relativismo. Estas han sido sus palabras:
“El relativismo, una arbitraria interpretación de nuestros principios, está expandiéndose entre nuestras filas. En algunos casos, vemos también indiferencia cuando llega el momento de ponerse en pie y defender nuestras normas de conducta”.
No cabe duda de que la OSCE seguirá siendo un gran foro de consultas a escala paneuropea, pero en estos tiempos difíciles para el multilateralismo, se acentúa la falta de voluntad política para reforzar la organización. De hecho, el Consejo ministerial de la OSCE, en diciembre, es casi el único momento en que muchos gobiernos, y por supuesto los medios de comunicación, recuerdan que sigue existiendo una organización de seguridad por medio de la cooperación entre Vancouver y Vladivostok. Sin embargo, la realidad de los hechos se expresa claramente en la declaración conjunta de la troika de presidencias: “La OSCE solo puede ser tan fuerte como la totalidad de los Estados participantes le permita serlo”.