El miércoles 12 de septiembre la gestión de la crisis del euro se ha sometido a dos importantes juicios: (1) las elecciones anticipadas celebradas en los Países Bajos; y (2) la decisión del Tribunal Constitucional (TC) alemán sobre el fondo de rescate permanente. En ambos casos el desenlace se puede interpretar como un respaldo a la frágil hoja de ruta trazada para permitir que sobreviva la unión monetaria. Por un lado, una amplia mayoría de los electores holandeses han optado por las formaciones europeístas, mientras los jueces constitucionales alemanes han autorizado a que su país ratifique el llamado Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). El euro –que ya superó la semana pasada el primero de sus particulares exámenes de septiembre, cuando el BCE concretó su programa de compra de deuda soberana– ha vuelto a salir vivo de una difícil tesitura y lo ha hecho en los dos países más importantes de la mitad septentrional de la Eurozona, políticamente dividida desde hace dos años entre un desconfiado norte acreedor y un descreído sur deudor. Sin embargo, y aun admitiendo el efecto tranquilizador del resultado obtenido en este nuevo doble examen de septiembre, no puede ignorarse que la calificación global obtenida se sitúa en algún punto entre el notable alcanzado en las urnas holandesas y el simple aprobado raspado que supone el fallo del TC federal.
Atendiendo primero a los aproximadamente 10 millones de holandeses que han acudido a las urnas, destaca en efecto el que (pese al pluripartidismo extremo que ha dado representación parlamentaria hasta a 11 partidos, incluyendo el de los animales, el de los pensionistas y el de los calvinistas fundamentalistas) una mayoría absoluta de votos se ha concentrado en dos partidos expresamente pro-UE: el liberal y el laborista. Un apoyo a la Unión y a la moneda común bastante mayor de lo previsto y que merece subrayarse, pues en los Países Bajos no ha dejado de extenderse en la última década una tendencia de abierta hostilidad hacia el proceso de integración que se ha reflejado en diversos fenómenos como la consolidación de la derecha xenófoba a partir del asesinato del nacionalista Pim Fortuyn, el rechazo al Tratado Constitucional sometido a referéndum en 2004 y el auge reciente y algo efímero de la izquierda antiglobalización. Es verdad que en muchos Estados miembros está emergiendo una nueva línea de fractura política que rechaza el proyecto europeo y que se superpone a la tradicional división entre izquierda y derecha. Pero no es menos cierto que, en estos momentos trascendentales de gestión de la crisis, una mayoría de los votantes parece estar reaccionando para preservar el euro y el resultado holandés puede leerse en conexión a lo sucedido en las segundas elecciones griegas donde también –ya sea por un razonamiento más sereno de los votantes, por pragmatismo o por simple temor– las opciones moderadas salieron reforzadas frente a los populismos rupturistas. El extremismo de Geert Wilders, quien precisamente había provocado el anticipo electoral, ha sido duramente castigado aunque eso no debe hacer pensar que ha desaparecido el recelo de muchos holandeses hacia la UE y, en especial, hacia los programas de rescate a sus miembros meridionales. Ahora, los muy reforzados liderazgos ejercidos por el actual primer ministro de centroderecha Mark Rutte y el joven dirigente socialdemócrata Diederik Samsom están llamados a entenderse en un posible gobierno de coalición que debería buscar la compleja pero necesaria combinación de rigor en las cuentas públicas con reconsideración de los calendarios del ajuste e introducción de estímulos al empleo. Si consigue aplicar internamente esa síntesis, el nuevo gobierno estará casi obligado a extender al conjunto de la Eurozona un enfoque similar de firmeza flexible, un oxímoron que puede influir también en la posición de sus vecinos alemanes y, de forma parecida a lo que supuso la victoria de Hollande en Francia, aliviar la difícil situación política de España en el seno de la Unión.
Más dudas, en cambio, suscita el primer análisis que puede hacerse de la decisión del TC alemán sobre el MEDE. Es verdad que los ocho jueces –después de confesar que han deliberado muy vivamente– fallaron que el presidente federal puede ratificar el tratado que introduce el fondo de rescate permanente, pero lo hacen imponiendo condiciones: un límite máximo de la cantidad a aportar por Alemania y un mayor papel informativo para el Bundesbank y el Bundesrat. Dos objeciones que posiblemente retrasarán la entrada en vigor del mecanismo y que supone una nueva muestra de la línea de “sí, pero” a la integración europea que el tribunal con sede en Karlsruhe viene cultivando desde la década de los 70 pero que se ha intensificado desde la sentencia de 2009 sobre el Tratado de Lisboa. El problema es que ahora no se trata de un debate más o menos jurídico para preservar la protección de los derechos fundamentales o la naturaleza federal de Alemania, sino que los efectos de lo que dicta un tribunal de un solo Estado miembro pueden poner en riesgo la solución de los aspectos más urgentes de una crisis que afecta a toda la Eurozona. Además, lo que es políticamente más grave, supone una nueva afirmación de hecho –aunque convenientemente revestida con ropajes jurídicos– de los privilegios que tiene Alemania en la toma de decisiones dentro de la UE. Y es que, dado que el TC federal pide que sus objeciones sean tenidas en cuenta de un modo völkerrechtlich bindend, está obligando a realizar un protocolo adicional al Tratado del MEDE que deberán aceptar sin discusión los demás países. Algo mucho menos plausible si ese requerimiento de condiciones viniese de un Estado pequeño o más vulnerable a la crisis. Tampoco es menor la paradoja que implica la supuesta defensa que hace el tribunal de Karlsruhe del protagonismo político que a su juicio debe tener el Parlamento alemán en la gestión de los rescates a la vez que le impone cómo ha de ejercer ese papel y que no otorga ninguna importancia al hecho de que ese Parlamento ya había aprobado por amplísima mayoría –y sin objeciones procedimentales– esa ratificación. Igualmente, chirría la defensa de una política monetaria ortodoxa e independiente al mismo tiempo que se le señala al BCE lo que puede hacer –o más bien no hacer– en relación con su programa de compra de deuda pública, que por supuesto viene a coincidir con la solitaria postura del Bundesbank entre 17. Y, todo ello, sin evitar que Alemania –principal impulsor del Tratado de Estabilidad como pareja inseparable del MEDE– sea uno de los últimos Estados de la Eurozona que lo vaya a ratificar.
En cualquier caso, el miércoles 12 de septiembre –que también vio alumbrar el anuncio de los planes de la Comisión para avanzar en la unión bancaria– resultó ser un buen día para el euro. Algo poco común en los últimos dos años y medio.