El 12 febrero de 2013, Corea del Norte llevó a cabo con éxito su tercera prueba de una cabeza nuclear pese a la resolución 2087 (2013) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de 22 de enero, que condenó el lanzamiento, también exitoso, de un cohete violando la prohibición de desarrollar misiles balísticos. Lejos de atemorizarse por la posibilidad de nuevas sanciones o por las maniobras conjuntas que Corea del Sur y EEUU han venido desarrollando desde primeros de marzo, Corea del Norte se ha prodigado en declaraciones prebélicas.
No es la primera vez que los medios de comunicación se hacen eco de una escalada de tensión en la península coreana, porque Corea del Norte utiliza los actos provocadores dentro de un patrón de comportamiento por el cual el actor más débil e irracional consigue que sus interlocutores más fuertes y racionales acaben aviniéndose a negociar en términos más favorables para el provocador. Sabe por experiencia que, pasadas las primeras reacciones, sus interlocutores volverán a aproximarse al régimen norcoreano ofreciéndole nuevas contrapartidas a cargo de retomar las negociaciones porque tienen mucho más interés y prisa que Corea del Norte en que lleguen a buen puerto.
Lo novedoso del momento actual no es que Corea del Norte amenace con atacar a sus rivales militares ni en que juegue al gato y al ratón con sus interlocutores diplomáticos, lo novedoso es que ya no necesita hacerlo porque los progresos en su programa nuclear han alterado las condiciones del juego. Independientemente de las dudas que los expertos tienen sobre aspectos concretos como el alcance y precisión de sus misiles o la carga, tamaño y composición de sus cabezas nucleares, lo cierto es que Corea del Norte dispone ya de una credibilidad nuclear que no tenía años atrás, lo que retroalimenta su vocación e identidad de potencia nuclear. Con la capacidad tecnológica demostrada, el régimen coreano ya no necesita renunciar a su autonomía estratégica a cambio de concesiones económicas, energéticas o diplomáticas de las potencias vecinas. Sabe que se va a convertir en una potencia nuclear y sus vecinos tendrán que acostumbrarse a convivir con la idea. Les guste o no, su incapacidad para influir en el comportamiento norcoreano les ha llevado a una situación donde los únicos muebles que pueden salvar son los relacionados con la transferencia de la tecnología nuclear y convencional norcoreana hacia otros actores interesados en emular la vía norcoreana –e iraní– hacia la proliferación.
Desde el lado más “conocido” de Corea del Norte, el régimen se refuerza frente a la población civil con los avances tecnológicos logrados contra las sanciones y el aislamiento internacional y, de paso, como toda potencia nuclear podría reducir su esfuerzo militar convencional y hacer concesiones al consumo y al bienestar social. Si Corea sigue esa lógica, parte del “dividendo” nuclear o la reducción del tiempo de servicio militar obligatorio (entre cinco y 10 años según las unidades, antes de pasar a la reserva parcial hasta los 40 años) liberarían fondos y mano de obra para aliviar la inseguridad alimentaria y económica que padece la población desde el momento de su “liberación” y que se ha venido justificando por la inminencia de una invasión armada.
Desde el mismo lado razonable de las reformas, la condición nuclear permitiría a las autoridades civiles dar un paso adelante frente a las militares en el control del país, algo impensable en las circunstancias bélicas actuales y potenciar el papel del Partido de los Trabajadores y de la Asamblea frente al Ejército Popular. La disponibilidad de una capacidad de disuasión nuclear –la que el Comité Central acaba de declarar no negociable– permitiría a Kim Jong-un perpetuar el dogma de “lo militar, lo primero” acuñado por sus antecesores y acometer una redistribución más equilibrada del poder. Esto no significa que quienes lideran ahora Corea del Norte estén dispuestos a introducir reformas que pongan en riesgo su futuro, sino que ahora ya no tendrían la justificación existencial de las armas nucleares estadounidenses para no hacerlo como en el pasado. Si prevalece esta visión, y el lado “más conocido” del régimen se siente más seguro, puede ser que se aventure a algún cambio desde su posición de fuerza. Si esto ocurre, incluso los mismos países que ahora parecen dispuestos a no tener ninguna tolerancia con la insolencia norcoreana, acabarían llamando a su puerta –juntos o por separado– para aprovechar la oportunidad.
Sin embargo, en Corea del Norte existe un lado oscuro del que todo se desconoce. Un lado oscuro en el que oligarcas, cleptómanos, contrabandistas, falsificadores, violadores de derechos humanos, ideólogos y propagandistas viven –bien o muy bien– del statu quo. Para no pasar de ganadores a perdedores, podrían aprovechar la escalada actual para hacer descarrilar toda opción de coexistencia, armada o pacífica, con los vecinos del sur y de la región, así como cualquier evolución “a la china” desde el régimen. Por lo tanto, el peor titular posible no es que la escalada retórica de quienes actúan por el lado “más conocido” de Corea del Sur conduzca a un nuevo intercambio de disparos a través de la frontera, sino que cuando Corea del Norte acceda al arma nuclear dentro de unos pocos años, el poder lo detente su lado “más oscuro”.