La CPI: el enemigo eterno de los EEUU

Sede de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Foto: OSeveno / CC BY-SA
Sede de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Foto:OSeveno / CC BY-SA
Sede de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Foto: OSeveno / CC BY-SA
Sede de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Foto: OSeveno / CC BY-SA

El 11 de junio de 2020 el presidente estadounidense, Donald Trump, firmó una orden ejecutiva con la que EEUU aprobaba la aplicación de sanciones contra la Corte Penal Internacional (CPI). En ella se tachaba de “ilegítima” la jurisdicción de la CPI sobre ciudadanos estadounidenses, en relación a una investigación sobre presuntos crímenes de guerra cometidos en Afganistán.

Fue en noviembre de 2017 cuando la fiscal jefe de la CPI, Fatou Bensouda – y después de años recopilando evidencias –  solicitó permiso para iniciar una investigación sobre posibles crímenes de guerra cometidos presuntamente por parte de las fuerzas armadas de los EEUU y de la CIA, así como por miembros de los talibanes y de la red Haqqani, en tierras afganas.  En 2019, la querella de Bensouda fue rechazada por la Sala de Cuestiones Preliminares de la CPI. Sin embargo, en marzo de 2020 la Sala de Apelaciones de la misma Corte dio luz verde a la fiscal jefe para abrir la investigación, enfureciendo a la Administración Trump.

Washington alega que nunca ratificó el Estatuto de Roma, por lo que la CPI no tiene ninguna jurisdicción sobre el personal estadounidense. Técnicamente es cierto, pero hay que tener en cuenta las obligaciones de la CPI en Afganistán. Bajo el Estatuto de Roma “la Corte podrá ejercer sus funciones y atribuciones de conformidad con lo dispuesto en el presente Estatuto en el territorio de cualquier Estado Parte”. El 10 de febrero de 2003, el gobierno afgano entregó su instrumento de adhesión a la CPI. A partir de la misma fecha, Afganistán se considera un “Estado Parte” de la Corte, por lo que ésta reclama su plena autoridad para juzgar e investigar todos los presuntos crímenes de guerra cometidos por todas las partes en el país, entre ellos los presuntamente cometidos por personal estadounidense.

Por otro lado, bajo el Artículo 17 del Estatuto de Roma, la competencia de la CPI no incluye aquellos casos que sean objeto “de una investigación o enjuiciamiento por un Estado que tenga jurisdicción sobre la misma”. Es lo que se denomina principio de complementariedad, según el cual la Corte no debe ni puede sustituir a las jurisdicciones nacionales cuando éstas funcionen adecuadamente, pero sí puede intervenir cuando los sistemas nacionales demuestren incapacidad o falta de disposición para hacerlo. Si los EEUU hubieran demostrado a la comunidad internacional interés por iniciar una investigación o procedimiento jurídico, la CPI no podría haber reivindicado la jurisdicción en ese supuesto caso. No obstante, no parece que al gobierno estadounidense le interese procesar por su cuenta dichos crímenes.

En 2002, durante la presidencia de George W. Bush, el fiscal general Alberto Gonzales publicó un memorando para el presidente en el que se señalaba que el III Convenio de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra no protegía a los talibanes ni a los militantes de Al Qaeda, pues no eran considerados combatientes “legales” al no formar parte de las fuerzas armadas de un país. Es cierto que el estado legal de grupos reconocidos como terroristas ha sido muy discutido, pero con este paso el objetivo de los EEUU no era tanto aclarar la ley internacional, como privar a sus prisioneros de la protección de los Convenios de Ginebra, y evitar una posible culpabilidad de su personal por posibles maltratos. Según el memorando de Gonzales, una ventaja de esta postura reduciría de forma significativa la posibilidad de acciones penales en territorio estadounidense bajo la ley de los EEUU sobre crímenes de guerra (de 1996), que establece la jurisdicción extraterritorial sobre diversos crímenes de guerra si el autor o la víctima son ciudadanos o miembros de las fuerzas armadas estadounidenses. Posteriormente, casos ante la Corte Suprema de los EEUU como Rasul contra Bush (2004), Hamdi contra Rumsfeld (2004), Hamdan contra Rumsfeld (2006) y Boumediene contra Bush (2008), concedieron los derechos básicos del habeas corpus a los prisioneros que, como extranjeros no-residentes, se les habían negado previamente, pero no se señaló a nadie como responsable de la detención ilegal.

Más tarde bajo la Administración Obama, el fiscal general Eric Holder abrió una investigación sobre el trato a los detenidos por parte de CIA durante la guerra contra el terrorismo, afirmando — con él al mando del departamento de Justicia — que no se procesaría a ningún agente que estuviera actuando “de buena fe». La investigación concluyó en 2012 sin enjuiciar a nadie. Dos años después, un informe del comité de Inteligencia del Senado de los EEUU concluyó  que la CIA había ocultado sus crímenes, había mentido al departamento de Justicia y que su brutalidad se conocía con anterioridad. La salida a la luz de estas nuevas informaciones no dio como resultado un nuevo proceso judicial.

No parece que el presidente Donald Trump quiera cambiar el paradigma. Al contrario, es posible que quiera afianzarlo aún más. En noviembre de 2019, y en contra del propio Pentágono, Trump indultó a dos soldados que fueron declarados culpables de crímenes de guerra: el comandante Matthew Golestyn, que mató premeditadamente a un sospechoso talibán; y el teniente Clint Lorance, quien dio órdenes a las tropas bajo su mando de disparar a civiles afganos desarmados. Parece evidente que la actual administración de los EEUU no tiene interés en facilitar que se haga justicia en Afganistán, por lo que la situación exige la intervención de la misma Corte.

La virulencia del presidente y del actual gobierno estadounidense hacia la CPI no es nueva, sino indicativa de la resistencia por parte de los EEUU a cualquier tipo de supervisión internacional de sus actividades militares. En 2002, durante los inicios de la CPI, el presidente Bush firmó la Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, que autorizó cualquier acción necesaria para asegurar que los ciudadanos de los EEUU no estuvieran en ningún caso sometidos a la jurisdicción de la CPI. También se prohibió la asistencia militar a los Estados Partes de la CPI que no se comprometieran con EEUU a no colaborar con posibles enjuiciamientos de ciudadanos estadounidenses por parte de la Corte. Legislaciones adicionales reforzaron estas prohibiciones y, aunque EEUU tenía excepciones con las naciones aliadas, en 2006 sólo 13 Estados Partes habían ratificado acuerdos de inmunidad, y 9 estaban pendientes de hacerlo. Sin embargo, el mismo presidente que impulsó estas leyes las revocó en 2008, mejorando las relaciones con la CPI. Esto permitió una relación aún más amistosa bajo el presidente Obama, y los EEUU comenzaron a participar en algunos foros de la CPI. Además, Washington modificó su postura hacia Sudán para estar en consonancia con la de la CPI. Adicionalmente, en 2013 el presidente Obama extendió la ley de Recompensas por la Justicia – que ofrece incentivos financieros por cualquier información que lleve a la captura de personas buscadas por terrorismo o tráfico de drogas – al líder ugandés del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, por sus siglas en inglés ) Joseph Kony, en busca y captura por la CPI desde 2005. Pero, como ya se ha señalado, por mucho que se mejoraran las relaciones bajo la Administración Obama, los EEUU no procesaron apenas crímenes presuntamente cometidos por su propio personal.

La distensión cordial entre los EEUU y la CPI de años anteriores acabó con la presidencia de Donald Trump. Señalando que “[como estadounidenses] rechazamos la globalización y abrazamos el patriotismo”, el presidente Trump atacó a la CPI y al Consejo de Derechos Humanos de la ONU en la sede de la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre de 2018. Una dura declaración que, no obstante, no hace olvidar el largo historial de los EEUU en contra de la CPI, y la evasión de sus responsabilidades globales por sus acciones militares. También los miembros de más alto rango de la Administración Trump han condenado a la CPI. John Bolton, consejero de Seguridad Nacional desde abril de 2018 hasta septiembre de 2019, escribió antes de su nombramiento que los EEUU debían resistirse antes las posibles investigaciones de la CPI y “estrangularla en la cuna.” Afirmó, sin pruebas ni aclaraciones, que “los EEUU habían hecho más que cualquier otro país para inculcar en sus fuerzas armadas el respeto de los derechos humanos y las leyes de guerra.” Teniendo en cuenta el rechazo de la actual administración hacia la CPI y otras instituciones internacionales, un antiguo consejero legal del departamento de Estado — John B. Bellinger III — ya había previsto una reacción agresiva por parte de los EEUU si Bensouda continuaba con su investigación. Y así ha sido.

La reacción de la comunidad internacional ha sido claramente favorable a la CPI. En primer lugar, porque estas sanciones no tienen precedentes. Según William White-Burke, profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Pensilvania, a diferencia de la retirada de la Organización Mundial de la Salud, las sanciones constituyen un ataque directo contra “los defensores de derechos humanos y el personal de la justicia internacional solo por hacer su trabajo”. De ahí que el Alto Representante de la UE, Josep Borrell, publicara una declaración apoyando la CPI, y afirmara que la UE “se compromete a proteger a la Corte de cualquier interferencia externa”, instando a los EEUU a cambiar de postura. Varios días después del anuncio de las sanciones por parte de EEUU, todos los países de la UE (salvo Hungría y Polonia), y muchos otros respaldaron una declaración de apoyo a la CPI, subrayando su entrega a un “orden internacional basado en reglas”.

En la orden ejecutiva firmada por Trump, se ordena la congelación de activos estadounidenses que pertenezcan a “cualquier extranjero que esté implicado directamente en cualquier iniciativa de la CPI para investigar, arrestar, detener o enjuiciar a personal estadounidense sin el consentimiento de los EEUU”. La misma provisión se aplicará si el sujeto de la investigación es personal de un país aliado, una posible referencia a la investigación sobre crímenes de guerra cometidos presuntamente por Israel en Palestina.

A finales de 2017, 540 de los 1026 miembros del personal del CPI (el 53%) eran ciudadanos europeos. Todos los países de la UE son Estados Parte de la CPI, y aunque solo son el 22% de la totalidad (123 países), está claro que esas sanciones afectarán desproporcionadamente a ciudadanos de la UE. Al igual que hizo la Administración Bush en 2002, la Administración Trump está tratando de presionar a sus aliados para que no cooperen con la CPI.

Hay dos diferencias claves entre las acciones de la Administración Bush y las de Trump. La primera es que las actuales sanciones son una represalia por una investigación abierta contra el personal de los EEUU. La segunda es que la legislación que firmó Bush incluyó excepciones para los aliados, incluyendo los países europeos miembros de la OTAN y otros aliados importantes. Pero las actuales sanciones no incluyen ningún tipo de excepción.

Una falta de colaboración entre los EEUU y la CPI es una oportunidad perdida para involucrar a los EEUU en una colaboración multinacional contra abusos de los derechos humanos. Sin embargo, lo más preocupante es que esta nueva ola de asperezas entre los EEUU y la CPI se está extendiendo a la relación transatlántica. Estas sanciones indican que, bajo Trump, es más importante para los EEUU mantener su independencia frente a las leyes humanitarias internacionales que su relación con el resto de miembros de la CPI, principalmente los europeos, de donde procede además la mayoría del personal del organismo internacional. La CPI y los EEUU no han sido nunca los mejores amigos, pero puede que se resientan amistades ya preexistentes en esta batalla entre nacionalismo y globalismo.