Tras seis meses de combates entre opositores y seguidores del dictador libio Muammar Gaddafi, el “hermano líder de la revolución” ya no podrá celebrar el 42 aniversario de su llegada al poder absoluto el próximo 1 de septiembre. Su capacidad de resistencia ha sido mayor que la de los depuestos presidentes de Túnez y Egipto. Sin embargo, su destino político ha sido similar y la ola de cambios que recorre el mundo árabe se ha llevado consigo al extravagante régimen de la yamahiriya. La entrada de las fuerzas rebeldes en Trípoli el 22 de agosto ha marcado el final de una era en la que Libia ha estado sometida a los dictados y caprichos de un líder megalómano y de sus hijos.
El apoyo internacional ha sido decisivo para el avance militar de los rebeldes. Aún así, el cambio de régimen ha surgido de la voluntad de un pueblo ansioso por tener más libertad y una vida digna. A pesar del gran coste humano y económico que ha hecho falta para derrocar al “rey de reyes de África”, no se ha producido –ni parece que se vaya a producir– la temida división de Libia, ni ha sido necesaria una ocupación terrestre extranjera. La intervención de la OTAN, amparada por una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y respaldada por algunos países árabes, ha sido vista con simpatía –aunque también con cierta desconfianza– por parte de sectores amplios de la opinión pública árabe. Esto podría marcar el inicio de un cambio gradual de percepciones tras décadas de apoyo occidental a regímenes autoritarios.
El desmoronamiento del régimen de Gaddafi es causa de alivio dentro y fuera del mundo árabe. Sin embargo, existen muchas incertidumbres en torno al futuro de Libia. Más de cuatro décadas de un régimen personalista y distorsionador de la realidad han hecho mella en una sociedad en la que tres de cada cuatro habitantes no han conocido a otro líder que no fuera Gaddafi. Eso queda patente en la ausencia de una noción clara de ciudadanía y en la inexistencia de instituciones sólidas e independientes en el país. De ahí que los retos a los que se enfrentan las fuerzas políticas y sociales serán enormes en su intento de deshacerse del legado de Gaddafi y su régimen.
El hecho de que el dictador libio haya resistido varios meses ha tenido una consecuencia positiva, ya que el Consejo Nacional de Transición (CNT) ha tenido tiempo para organizarse –a pesar de las enormes dificultades– y crear una estructura de proto-Estado que pueda sustituir a la caótica yamahiriya. Los miembros del CNT han viajado por numerosos países en busca del reconocimiento internacional y para dar garantías a sus socios y vecinos de cara a la nueva etapa. Eso debería permitir que las futuras autoridades libias tengan una actitud más abierta hacia el mundo exterior y jueguen un papel constructivo en su entorno norteafricano y mediterráneo, alejándose de las erráticas aventuras a las que Gaddafi arrastró a su país en el pasado.
El nuevo gobierno que se establezca en Trípoli tendrá que sanar las heridas abiertas dentro de Libia si se desea que el país prospere y evite caer en una espiral de violencia y venganzas. Asimismo, se enfrentará al reto de establecer un nuevo sistema político que sea visto como legítimo por la sociedad. Las necesidades de reconstrucción y desarrollo, sumadas a la factura económica de la campaña militar, requieren que se recupere cuanto antes la capacidad de producir hidrocarburos. Esos ingresos también serán necesarios para poder garantizar la seguridad interior a través de instituciones eficaces y respetadas. Para que se avance en ese camino, el CNT tendrá que tomar decisiones pronto sobre el futuro inmediato del país y del sistema político que reemplazará al de Gaddafi. Es previsible que el CNT se transforme en diversos grupos o partidos, lo que debería contribuir al desarrollo político del país, sobre todo si se consigue controlar a los elementos más radicales que forman parte de él.
El nacimiento de una nueva Libia más próspera y democrática será laborioso y no estará exento de grandes dificultades. No basta con hacer caer a un dictador para que terminen los problemas del país. La comunidad internacional, empezando por los vecinos de Libia, debe saber que existen dos grandes incentivos para apoyar la transformación pacífica en ese país hacia un sistema más democrático: el primero es el acceso a los recursos energéticos que posee y cuya riqueza debe revertir en beneficio de los libios; el segundo es saber que si no se estabiliza el país, los problemas internos de Libia acabarán salpicando al resto del norte de África y del Mediterráneo.
Una vez que se ha desmoronado el régimen de Gaddafi, a los libios les espera ahora a la tarea más difícil: la creación de una sociedad de ciudadanos libres en un país abierto al mundo. Lo que ya parece evidente es que la vida política, económica, social y cultural de Libia ya no dependerá de un dirigente dispuesto a matar a su propio pueblo.