La Realpolitik suele asociarse a menudo con Maquiavelo o Bismarck, y muchos la entienden como una estrategia marcada por la astucia y la falta de escrúpulos que se impone a todo criterio ético. Sin embargo, el historiador John Bew, del King’s College de Londres, acaba de publicar un interesante libro en el que busca rehabilitar la Realpolitik dándole un sentido alejado de los tópicos que la reducen al cinismo y la frialdad calculadora. Realpolitik: A History (Oxford University Press) es a la vez un redescubrimiento de la vida y la obra de August Ludwig von Rochau (1810-1873), el primero que empleó dicho término. Se trata de un nacionalista liberal alemán que cayó pronto en el olvido, sepultado por el empuje e influencia del nacionalismo autoritario bismarckiano. De hecho, Rochau y otros liberales nunca fueron partidarios de Bismarck, aunque en 1867 no descartaran alianzas coyunturales, dado el objetivo común de la unificación de Alemania.
La tesis principal de Rochau, historiador y periodista, subraya la necesidad de que los políticos se adapten a los cambios y las nuevas tendencias sociales. Todo Estado que se empeñe en ignorarlas, acabará teniéndolas en su contra. No compartía la idea de algunos gobernantes de solucionarlo todo con métodos violentos, pues esto solamente podía tener como resultado el progresivo debilitamiento de sus vínculos con la sociedad. A esos políticos no parecía importarles demasiado la estabilidad social y no la asumían como un fin del Estado, pues les importaba más su poder personal. Rochau también supo intuir la fuerza de la opinión pública, manifestada en el Zeitgeist, el espíritu del tiempo. Desgraciadamente, la Realpolitik liberal de Rochau, entendida principalmente como una adaptación a la realidad, a las circunstancias concretas, no prevaleció en Alemania. Ha tenido más influencia, aunque no todos supieran quién era Rochau, en EEUU. Está el ejemplo de Hans Morgenthau, partidario de un realismo con dimensión ética, de un tono más humano. Según Bew, representa un cierto retorno a Rochau, que también valoraba el poder de las ideas y la moralidad.
Pero el balance más interesante del libro de John Bew es la enumeración de una serie criterios basados en las ideas de Rochau, útiles para un analista de política internacional. Hemos sintetizado y valorado algunos de ellos.
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Todo análisis ha de desarrollarse en sentido amplio, con la toma en consideración de los factores políticos, las condiciones socio-económicas y el contexto cultural.
Si estudiamos estas características por separado y sin las necesarias interrelaciones, nuestras conclusiones serán incompletas. Caemos en el fatalismo si no tenemos en cuenta los intereses políticos y los condicionantes culturales que inciden en la toma de decisiones. Por ejemplo, a los acontecimientos de las primaveras árabes se les ha aplicado un enfoque determinista, alegando que eran el resultado de una corriente de fuerzas históricas, comparable a las revoluciones europeas de 1848 o al derrumbamiento de los regímenes comunistas en 1989. Antes bien, habría que tener en cuenta las circunstancias específicas desencadenantes de los hechos en cada país.
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Hay que conocer a fondo la filosofía política.
Sin embargo, tratar de explicar todo por medio de una única visión del mundo lleva al analista a autolimitarse. John Bew aconseja que el estudioso no debería tener reparos en echar mano de Burke y Marx si fuera necesario. En estos o cualesquiera otros pensadores, encontrará ideas dignas de ser tenidas en cuenta. Otro tanto afirma Bew del estudio de grandes obras literarias que sirven para ahondar en la compleja psicología humana, algo que, por cierto, practicaba aquel gran realista llamado George F. Kennan.
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La verdadera Realpolitik es un remedio para curar las desilusiones de los análisis sujetos a clichés ideológicos.
No se puede encorsetar el análisis realista en unas reglas preestablecidas, a las que son muy dados quienes contemplan todo con las lentes de su ideología. Rochau afirmaba que la Realpolitik no era ni teología ni lecciones sobre el arte de gobernar. Si fuera así, sus análisis se caracterizarían por un pesimismo o un fatalismo que no tienen nada de realistas. Importarían más las tendencias que los propios seres humanos.
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Un analista político no tiene por qué predecir el futuro.
La futurología es la obsesión de muchos analistas, pero deberían ser más humildes sobre sus auténticas posibilidades. Las circunstancias de nuestro mundo son, como se acostumbra a decir, volátiles. Un analista debe de conocer en profundidad y tomar en consideración los factores económicos, sociales e ideológicos, aun sabiendo que éstos no le darán las claves completas del futuro. No hay un determinismo ciego, aunque siempre existan condicionantes, pues son los seres humanos los que siguen construyendo la historia. Leer a Maquiavelo, Clausewitz o Sun Tzu, entre otros, es recomendable, aunque no elevarlos a la categoría de “escritores sagrados”, pues también fueron hijos de su época.