En las últimas semanas, y con ocasión de la celebración de las elecciones presidenciales, Estados Unidos ha copado la información, opinión y debate en medios de comunicación de todo el mundo.
Diversos análisis han diseccionado el voto y la sociedad estadounidense, algunos menos el rol de Estados Unidos en el mundo (poniendo el acento en el contencioso político, económico y tecnológico con China) y muy pocos han prestado atención al tupido y muy diverso tejido de relaciones internacionales que tiene el gigante americano a través de la ayuda al desarrollo.
La cooperación internacional para el desarrollo de Estados Unidos es un elemento nuclear y definitorio de su acción exterior que, sin embargo, rara vez protagoniza el análisis de su política exterior. Una de esas raras excepciones es el trabajo de Henry de Cazotte sobre la política de ayuda de Estados Unidos, desde la perspectiva de sus simientes políticas internas y de su uso internacional; esto es, la cooperación vista desde la óptica del poder de la ayuda. Y es que, como describe de Cazotte, son varios los sectores en la política estadounidense con intereses en la cooperación (entre otros, el complejo militar), lo que explicaría el (alto) presupuesto total de ayuda que se mantiene a lo largo de los años.
Por lo general, cuando se piensa en los grandes donantes, suelen venir a la cabeza los países escandinavos, pequeñas economías y líderes en políticas de asilo, desarrollo humano o derechos sociales. En comparación, Estados Unidos sería un donante pequeño o, si se quiere, poco generoso. En 2019, desembolsó 0,16% de su Renta nacional bruta (RNB) en concepto de AOD (Ayuda Oficial al Desarrollo). Esto es menos de lo que le dedica España (0,21%), mucho menos de lo que le dedican, de media, los donantes de la OCDE (0,30%) y muchísimo menos de lo que canalizan en concepto de ayuda el Reino Unido (0,7%) o Dinamarca (0,71%) (Figura 1).
Sin embargo, año tras año, Estados Unidos es, en términos absolutos, y con mucha diferencia, el primer donante mundial (Figura 1). Este 0,16% de la economía estadounidense asciende a nada menos que 35.000 millones de dólares el año pasado, muy por delante del volumen de ayuda del segundo donante, que es Alemania (con cerca de 24.000), por no hablar de España, que está en menos de 3.000 (Figura 1).
Es frecuente analizar los datos de ayuda en relación al tamaño de las economías de los países donantes porque este dato se interpreta como un indicador del grado de compromiso de los países con el desarrollo global. No obstante, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, y de la capacidad de los países para estar presentes y ser influyentes en otras partes del mundo, la cantidad en términos absolutos es, quizás, lo que importa. Los 35.000 millones de dólares que desembolsó el pasado año Estados Unidos le dan al país, obviamente, una capacidad de proyección muy superior a la de los 3.000 millones de ayuda española.
Esta visión de la ayuda como parte de la acción exterior está en el nacimiento mismo de la cooperación al desarrollo de Estados Unidos. En su histórico Four Points Speech, el presidente Truman destacó la necesidad de (1) apoyar el sistema de Naciones Unidas; (2) trabajar por la recuperación económica mundial; (3) apoyar a las naciones ‘amantes de la libertad’ (en una clara alusión al mundo de los dos bloques); y (4) crear un programa para que los países ‘subdesarrollados’ pudieran beneficiarse de los avances científicos y del progreso industrial. Del discurso nació el Point Four Program (en alusión al último punto), un programa de cooperación técnica, padre de la cooperación al desarrollo estadounidense contemporánea.
La relevancia política de la acción exterior y de la cooperación al desarrollo en el mundo de la post-Segunda Guerra Mundial situó la ayuda americana en el orden del 0,6% de su economía, año tras año. Y, si bien con los gobiernos demócratas de los años 60 (de Kennedy primero y de Johnson después) hay una caída sensible que sitúa la ayuda en niveles del orden del 0,2% de la RNB, ésta queda más o menos estabilizada en este nivel durante los gobiernos demócratas y republicanos que se sucedieron en los 70 y 80 (Figura 2).
Con la caída del muro de Berlín, se desplomó la ayuda. Efectivamente, bajo la presidencia republicana de Bush (padre) y la demócrata de Clinton, la cooperación descendió aún más, al entorno del 0,1% de la RNB o 14.000 millones de dólares en 2000, lo cual da buena muestra de la óptica geopolítica con la que se había gestionado, tradicionalmente, la ayuda americana.
También da cuenta de esta óptica el hecho de que tras los atentados del 11-S y con Bush (hijo, esta vez), se duplicara la ayuda hasta 0,23% de la RNB (más de 35.000 millones de dólares) en 2005; nivel en el que se mantiene, más o menos, hasta la actualidad (Figura 2).
En definitiva, contrariamente a lo que se podría asumir, los gobiernos demócratas no han impulsado, sistemáticamente, en mayor medida que los republicanos, los programas de ayuda, lo que tiene varias explicaciones. Por una parte, está el sistema mismo de checks and balances. Durante sus años de mandato, el presidente Trump propuso al Congreso, en reiteradas ocasiones, una disminución significativa del presupuesto de ayuda; recorte que tanto las filas demócratas como las republicanas le denegaron sistemáticamente. Por otra parte, está la aproximación estadounidense a la cooperación como una herramienta de geopolítica que se puede orientar, según sea necesario, a la contención de la expansión del comunismo en la posguerra, a la estabilidad en el ‘patio de atrás’ latinoamericano, a la guerra contra las drogas, o a lograr apoyos internacionales en el ‘eje del bien’ tras los atentados del 11-S. En relación con lo anterior, hay un entramado que liga la ayuda estadounidense con el complejo de seguridad y que explica, en parte, la resiliencia de los presupuestos de ayuda.
¿Y ahora qué?
Visto lo visto, no hay motivos para pensar que, con Biden, la ayuda americana necesariamente aumentará. Como vicepresidente con Obama, ya apoyó decididamente esta política. En sus discursos previos a las elecciones encontramos esta (ya vieja) idea de las 3D –diplomacia, democracia y desarrollo– y, también, un enfoque más multilateral de las relaciones internacionales (con respecto a su predecesor). Esto es, una visión más estratégica y menos transaccional de la ayuda. Además, es muy posible que, durante su mandato, aborde la necesaria reestructuración del sistema de ayuda en el que coexisten programas y agencias que funcionan, en ocasiones, de forma dispersa.
Sin embargo, también ahora, el Congreso desempeñará un papel importante. Con un nuevo perfil de congresistas republicanos, y también demócratas, no conviene asumir que el Congreso que se forme en las próximas semanas será, necesariamente, más pro-ayuda que el anterior. Cambia la vieja guardia republicana (con incorporaciones como la de Marjorie Taylor Greene, a priori, posiblemente poco propensa a apoyar la cooperación al desarrollo) pero también entran en el Capitolio congresistas demócratas con una preocupación manifiesta por los problemas económicos y sociales de Estados Unidos y con la voluntad de volcar los esfuerzos en las necesidades internas del país.
[Este post amplía el análisis realizado en el programa La Hora de la 1, el pasado 6 de noviembre (a partir de 1h49 minutos)]