(*) Este comentario fue publicado originalmente en inglés en el dossier A Geopolitical Sea: The New Scramble for the Mediterranean, editado por Giuseppe Dentice y Valeria Talbot, y publicado por ISPI el 17/VII/2020.
Hay algo profundamente viciado en las relaciones de la UE con su vecindario mediterráneo. Después de más de 50 años de cooperación, acuerdos, declaraciones y planes europeos con el sur del Mediterráneo y los países árabes, tan sólo ha surgido un nuevo Estado democrático (Túnez). Un observador benévolo diría que ese proceso de democratización no se inició precisamente gracias al apoyo decidido que la UE brindó a una población que pedía liberarse de un régimen autoritario. Un observador más franco concluiría, por el contrario, que la sociedad tunecina logró derrocar a su antiguo autócrata a pesar del apoyo que éste recibió de ciertos poderes europeos hasta el último minuto. Ese es el resumen de décadas de retórica pro-democracia por parte europea.
“El Mediterráneo es una de las zonas en las que la UE ha hecho más esfuerzos (…) para replantearse los marcos de cooperación. Sin embargo, ha fracasado en el cumplimiento de todos y cada uno de los objetivos anunciados en la Declaración de Barcelona de 1995”.
El Mediterráneo es una de las zonas en las que la UE ha hecho más esfuerzos y a las que ha dedicado más creatividad e imaginación para replantearse los marcos de cooperación. Sin embargo, la UE ha fracasado en el cumplimiento de todos y cada uno de los objetivos anunciados en la Declaración de Barcelona de 1995. Veinticinco años después, el Mediterráneo está hoy lejos de ser “un espacio común de paz, estabilidad y prosperidad compartida”. La “zona de libre comercio euromediterránea”, anunciada para 2010, ni existe ni se espera que exista en un futuro cercano. La “consolidación de la democracia y el respeto de los derechos humanos” pertenece al terreno de la ficción. La “colaboración euromediterránea para una mayor comprensión y acercamiento entre los pueblos” deja mucho que desear. En resumen, el fracaso es innegable y la frustración generada, profunda. Ni la Política Europea de Vecindad (PEV) ni la Unión para el Mediterráneo (UpM) han cambiado esas realidades para mejor.
Entonces, ¿qué ha impedido a la UE tener más éxito a la hora de transformar el Mediterráneo? Una de las principales razones que explican las inconsistencias y la falta de coherencia entre los discursos de la UE y el resultado de sus políticas se encuentra en una idea excesivamente simplificadora y muy extendida. Durante decenios, la UE ha estado atrapada en lo que percibe como un “dilema entre valores e intereses”: si quería ser fiel a sus valores, tendría que presionar para lograr una auténtica reforma democrática, pero si trataba de defender sus intereses inmediatos, tendría que mantener relaciones amistosas con las autocracias.
El problema de este percibido “dilema entre valores e intereses” radica en la definición de los intereses. Los valores parecen ser más fáciles de identificar y de ubicar en un marco temporal. Sin embargo, la forma en que se definen los intereses depende de factores tales como: (1) quién define esos intereses; (2) el período de tiempo para evaluar si se han logrado con éxito o no; y (3) quién evalúa los costes y beneficios de anteponer esos intereses a los valores. Desde hace muchos años, el problema de la definición de los intereses ha generado una falsa dicotomía entre la seguridad y la democratización en la vecindad mediterránea de Europa. Huelga decir que los regímenes no democráticos se sienten cómodos con esa dicotomía y la promueven activamente.
Se puede argumentar que los intereses a corto plazo son más fáciles de identificar que los intereses a más largo plazo. Este cortoplacismo ha guiado las políticas y acciones europeas durante años, mientras que las condiciones regionales se han ido deteriorando. En la última década, el mundo ha sido testigo del surgimiento de fenómenos alarmantes generados en la región árabe. Entre ellos figuran guerras civiles, conflictos bélicos regionales, guerras por delegación, carreras armamentísticas, crisis migratorias, oleadas de refugiados, el uso de armas de destrucción masiva, el aumento del sectarismo y del extremismo religioso, la aparición de proyectos totalitarios como el autoproclamado Estado islámico, el reforzamiento del autoritarismo represivo y el deterioro de las relaciones entre los Estados y las sociedades en varios países. El número de Estados fallidos o en proceso de quiebra en el sur y el este del Mediterráneo no ha hecho más que aumentar, y no hay motivos para creer que esa tendencia haya tocado techo.
“Al definir sus intereses, la UE ha sido incapaz de medir los efectos secundarios de contemporizar con regímenes cuya naturaleza va en contra del buen gobierno y el Estado de derecho”.
Al definir sus intereses, la UE ha sido incapaz de medir los efectos secundarios de contemporizar con regímenes cuya naturaleza va en contra del buen gobierno y el Estado de derecho. Al apoyar la estabilidad a corto plazo a cualquier precio, la UE se ha dedicado de hecho a preservar el statu quo mediante el apoyo a “autocracias iliberales”. Esos regímenes practican el capitalismo de amiguetes, se apoyan en la corrupción y el nepotismo, producen una distribución muy desigual del poder y la riqueza y, en última instancia, generan frustración y resentimiento entre sus poblaciones. Es hora de que la UE evalúe si esos efectos secundarios comprometen sus intereses, el bienestar y la seguridad de los Estados y las sociedades europeas a más largo plazo.
Debido a su adicción a los falsos dilemas y a las dicotomías engañosas (“seguridad frente a democratización”, “cooperación con los gobiernos o con las sociedades”), la UE ha perdido muchas oportunidades y se ha hecho menos relevante como impulsora de una transformación positiva en su vecindad inmediata al sur. Es evidente que ni la UE ni sus Estados miembros pueden por sí solos democratizar esos países; sin embargo, tienen suficiente influencia para desempeñar un papel crucial en el avance del buen gobierno y la democracia, algo que no están utilizando.
Algunas de las consecuencias de la adicción de la UE a los falsos dilemas es que se apoderan de su voluntad política para defender sus valores, la hacen incurrir en prácticas que tienen efectos adversos a largo plazo y le impiden desarrollar una visión clara sobre cómo proteger sus intereses futuros.
“(…) la pandemia del COVID-19 puede ser un factor agravante de los problemas y un multiplicador de los conflictos que existen en torno al Mediterráneo”.
En el nuevo contexto internacional marcado por una emergencia mundial, la pandemia del COVID-19 puede ser un factor agravante de los problemas y un multiplicador de los conflictos que existen en torno al Mediterráneo. Los países del sur y el este ya estaban sometidos a una gran presión debido a la debilidad de los sistemas de protección social y a la elevada tasa de desempleo juvenil, incluso antes de que fueran golpeados por el coronavirus. Es muy probable que las consecuencias económicas y de seguridad de la pandemia causen una mayor desestabilización en esa región tan volátil. Este debería ser el momento de claridad para que la UE se desintoxique de su adicción a los falsos dilemas y comience una corrección de rumbo, largamente esperada, en sus relaciones con el Mediterráneo. El riesgo de no hacerlo es que podría tener que lidiar pronto con un vecindario más fracturado, conflictivo e inestable.
Sea cierto o no que Albert Einstein definió la locura como “hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”, no se requiere de un genio para darse cuenta de que actuar constantemente sobre la base de falsos dilemas y dicotomías engañosas termina por producir resultados indeseados y contraproducentes.