Hace ahora justo dos años, publiqué un artículo en el diario El País sobre el complicado estatus internacional de Kosovo y el posible protagonismo a jugar en ese contencioso por nuestro país que -a diferencia de la posición mayoritaria en la UE- aun no ha reconocido al nuevo estado independizado unilateralmente en 2008. En los 24 meses transcurridos desde la aparición de aquel análisis, apenas ha variado el panorama, aunque ha habido algunas novedades: debido a la presión de Catherine Ashton, se han abierto negociaciones técnicas entre Serbia y su antigua provincia para que, por ejemplo, pueda participar en foros regionales sin usar la bandera. Eso sí, el nacionalismo imperante en Belgrado y Pristina o los frecuentes incidentes en la zona de Mitrovica complican mucho esos tímidos avances. Mientras tanto, ha seguido el lento goteo de reconocimientos y, si en diciembre de 2010, eran 72 los estados soberanos que mantenían relaciones con Kosovo, hoy son 96; lo que constituye exactamente la mitad de los miembros de la ONU. No obstante, sigue estando claro que el país queda lejos de su normalización internacional y europea. No lo estará mientras le sigan rechazando los BRICS (dos de ellos, con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU)… y España.
En relación con la posición española, hay incluso menos novedades que sobre el terreno. La llegada de un nuevo gobierno hace un año no ha supuesto ningún cambio de política. Pese a que la UE está invirtiendo un enorme esfuerzo en consolidar al nuevo estado y habla incluso de abrir el proceso de pre-adhesión, seguimos siendo uno de los cinco estados miembros que no lo reconoce. Y, aunque es posible que Grecia o Eslovaquia modifiquen pronto su rechazo, la diplomacia de García Margallo parece dispuesta a mantenerse firme junto a Chipre y Rumanía. España sabe que esa actitud le supone un coste frente a sus socios más importantes y frente a las instituciones de Bruselas, pues (tal y como refleja la fantástica ilustración de Eva Vázquez que acompaña a este post y evoca al célebre teléfono de Henry Kissinger) está deshilachando una posible voz única de la UE en este asunto. Sin embargo, asume ese coste y el actual proceso soberanista que vive Cataluña no hace sino confirmarle en esa situación, por incómoda que pueda ser diplomáticamente.
A mi juicio, resulta equivocada la conexión entre Kosovo y el muy distinto y distante caso de Cataluña. Sólo la exagerada sensibilidad –o incluso obsesión- acerca del problemático encaje de Cataluña (y del País Vasco) en el conjunto de España explica que tanto en los centros de decisión como en los círculos de opinión de esos dos territorios o de Madrid se haya deformado tanto el enfoque sobre esta problemática particular tan balcánica. Entre 1998 y 2008 la cuestión de Kosovo se había abordado mayoritariamente en España desde la adecuada perspectiva de la política exterior y de seguridad. Sin embargo, desde que se produjo la declaración unilateral de independencia en el Parlamento kosovar, en vez de seguir primando en el tratamiento de este caso la lógica diplomática y los muchos elementos que lo hacían dramáticamente excepcional (esto es, los graves ataques de la Serbia de Milosevic a la históricamente marginada población albanesa durante los años noventa, la intervención internacional a través de la OTAN –con participación del Ejército español- para evitar tanto el genocidio como la venganza inter-étnica, el posterior protectorado de la ONU durante una década y la completa desintegración de la antigua república federal yugoslava), en España se optó por poner el énfasis en un forzado parangón con el secesionismo catalán o vasco. Ningún otro país de nuestro entorno occidental (incluyendo aquellos que también tienen activos movimientos independentistas como el Reino Unido, Canadá o Bélgica) hizo esa lectura y en cambio todos optaron por apoyar, con cautelas, al nuevo y frágil estado como la solución menos mala y subrayando que era un caso excepcional que no sentaba precedente. Si España hubiese hecho suya esa razonable doctrina se habría evitado una incómoda posición de minoría en la UE y un pronunciamiento poco favorable de la Corte Internacional de Justicia en 2010.
Además, y eso sí hubiese sido inteligente desde una lectura más doméstica, se hubiese demostrado ante la comunidad internacional –y también en la esfera interna- que somos un país que se autopercibe como sólido y respetuoso con la pluralidad territorial. Así, en efecto, las independencias unilaterales pueden ser absolutamente rechazables en circunstancias normales (y sobre todo en entornos como el español que han sido capaces de diseñar una democracia semi-federal para acomodar a las nacionalidades) pero podrían en cambio ser posibles en estos supuestos de grave violación a las minorías con lengua o cultura propias. Algo impensable en la España autonómica.
Es cierto, no obstante, que el hecho de que Kosovo no haya sido reconocido aún por la mitad de los países miembros de la ONU y esté por tanto fuera de la práctica totalidad de las organizaciones internacionales (pese a esa excepcionalidad en su favor y al apoyo de casi todas las democracias avanzadas), demuestra las enormes dificultades que existen en la política mundial contemporánea para que un territorio secesionado unilateralmente adquiera la normalidad estatal. Se puede entonces concluir que una supuesta declaración unilateral de independencia por Cataluña (que además no disfrutaría, ni en Occidente ni mucho menos fuera de él, de esas simpatías de territorio agredido o pobre), podría condenar al territorio a un status de indefinición y exclusión de las relaciones internacionales. Pero siendo realistas y sensatos, y aun cuando no ayuda la radicalización retórica del gobierno autónomo catalán al sugerir que no respetará el marco constitucional actual, lo cierto es que ese escenario de internacionalización del conflicto y de agresividad por parte de la matriz española se corresponde muy difícilmente con el catalán o vasco. Estos dos casos se pueden parecer mucho más a los de Quebec, Escocia o Flandes y por tanto el desafío independentista, llegada la ocasión, se expresaría en forma de amplias mayorías que de forma clara y sostenida expresan su deseo de separarse de España. Un desafío que, en democracias avanzadas como la española, sólo se puede resolver de acuerdo a procedimientos pacíficos, respeto mutuo y conforme a la legalidad interna. Por eso, llegado el caso, ni a los defensores de la unidad española les será posible utilizar el ejemplo de la actitud serbia (pues resulta obviamente contraproducente si lo que se pretende es una razonable acomodación de la mayor parte de los catalanes en España como única garantía para mantener la integridad actual del Estado), ni a los independentistas les puede servir el caso de Kosovo como símbolo ni modelo a seguir por ser un territorio sin soberanía efectiva dados sus problemas de reconocimiento internacional, sus instituciones frágiles, y las graves carencias de inseguridad o retraso económico.
También es verdad que, en las actuales circunstancias, y con un gobierno autonómico catalán sugiriendo la posibilidad de un proceso unilateral, la posición española sobre Kosovo se ha contaminado definitivamente de las consideraciones internas (algo que es siempre debilitador de la acción diplomática y que, como se ha subrayado, no hubiese ocurrido de haberse actuado de acuerdo a la línea dominante en la Unión Europea en 2008). Ahora, sin embargo, un cambio de postura española es más difícil y probablemente resulta imposible avanzar sin que Serbia esté dispuesta a aceptar, aunque sea de facto, al nuevo Estado; es decir, hace falta un cambio en el proceso que permitiera no considerar la independencia como unilateral. España puede aún animar ese desarrollo y ayudar así a las dos partes en conflicto (que desean para sí una perspectiva europea y necesitan, por tanto, llegar a algún tipo de solución negociada), ayudar también a la UE y ayudarse a sí misma. Demostraría una gran habilidad política en la región balcánica, en Europa y también internamente; marcando distancias con una forma de actuar desde la periferia que cree que es posible romper sin respetar las reglas y, por supuesto, de unos modos centralistas insensibles a la necesidad de respetar a las minorías y provocando, por tanto, que éstas no tengan confianza en que ese respeto sea de verdad sincero.