A sus noventa años, Henry Kissinger ha publicado un libro World Order (Allen Lane, 2014), que acaba de aparecer en coincidencia, seguramente intencionada, con el bicentenario del Congreso de Viena. Esta es una época histórica muy querida por el ex Secretario de Estado. Su tesis doctoral, de 1957, versaba precisamente sobre Metternich, Castlereagh y la restauración de la paz tras las guerras napoleónicas. De hecho, Metternich, el artífice del concierto europeo de potencias y el defensor del sistema de equilibrio, parece haber sido una de las referencias de Kissinger durante su carrera política. Sin embargo, el canciller austriaco es un continuador del sistema de Westfalia, que Napoleón quiso alterar con unas guerras en las que se combinaban los intereses franceses con los valores revolucionarios. A este respecto, Kissinger abría su conocida obra Diplomacia (1996) con la paz de Westfalia, acontecimiento crucial que marca la historia de las relaciones internacionales. Con todo, Diplomacia era un libro contra corriente, escrito cuando EEUU, en plena bonanza económica y euforia política de la posguerra fría, quería creer en el fin de la historia. La obra interesaría más en los medios académicos que en los políticos. Recuerdo todavía a un joven estudiante que hojeaba la edición española de aquel libro en el intermedio de un debate sobre la UE. ¿No resultaba un anacronismo?
Con World Order, Kissinger parece decirnos que los acontecimientos le han dado la razón. El universalismo democrático de raíces kantianas, que influyó en la configuración de organizaciones universales y regionales, no ha hecho olvidar que el escenario mundial está compuesto por unos 200 Estados soberanos. Y son los principios de Westfalia, los de la soberanía de los Estados y de la no interferencia en sus asuntos internos, los que esgrimen precisamente algunas potencias del siglo XXI, como China y Rusia, aunque al mismo tiempo expresen su adhesión a la legalidad internacional, representada, sobre todo desde su óptica, por un Consejo de Seguridad que difícilmente será convocado para adoptar resoluciones verdaderamente efectivas. Kissinger diría que el universalismo ha mostrado sus límites, aunque esto no significa que abogue por una mera política de poder sin referencia a la difusión de valores como la democracia y el Estado de Derecho, rasgos distintivos del sistema político americano. Sin embargo, llama a la prudencia, a considerar los rasgos específicos históricos y culturales de las distintas sociedades antes de lanzarse a cruzadas que promuevan cambios políticos por medio de la diplomacia, el apoyo a las revoluciones o el uso de la fuerza. De este modo Kissinger descalifica no solo a los neoconservadores sino también a los partidarios del intervencionismo liberal, que, pese a las diferencias ideológicas, adoptan posturas similares en política exterior. Nuestro autor está más cerca del juicio positivo de Burke sobre la revolución americana, continuadora de las tradiciones liberales inglesas, que del universalismo abstracto representado por la revolución francesa. El viejo axioma de la política como arte de lo posible, también en la diplomacia americana del siglo XXI, sigue siendo el hilo conductor de las tesis de Kissinger. Se entiende así su afirmación de que la pervivencia de Westfalia se debió a que sus disposiciones eran procedimentales, y no sustantivas.
Diversos capítulos del libro reflejan que el mundo del siglo XXI es pluralista en sus concepciones del orden internacional. Diferentes son las percepciones globales del islamismo, de Irán, de las potencias asiáticas y de EEUU, aunque no deja de ser significativo que no aparezca ningún capítulo dedicado a la UE. Esto refleja el escepticismo de Kissinger sobre la construcción europea, pese a que reconozca que el sistema de Westfalia, basado en el equilibrio y vigente aún en otras partes del planeta, es ajeno a las realidades actuales del Viejo Continente. Con todo, expresa sus dudas sobre si un sistema basado en procedimientos y normas será suficiente para una estrategia global. En el fondo, el reproche de Kissinger a Europa es que no tiene en cuenta las complejas realidades geopolíticas del mundo de hoy.
El autor de este libro parece estar de vuelta de un viaje intelectual iniciado en su juventud. Entonces quería descubrir el significado de la Historia, aunque el tiempo le ha demostrado que no existe un significado definitivo, tal y como afirmaban las viejas filosofías de corte hegeliano. A cada generación le toca descubrir los signos de los tiempos. Pero a Kissinger no deja de agradarle, pese a su demonización en las tierras europeas en que nació, un sistema de Westfalia a escala global, que permita la convivencia entre sistemas políticas, adheridos a unas normas de convivencia básica. Sin embargo, este orden, que dice buscar la paz, no garantiza la estabilidad. En palabras de un autor clásico, Giorgio del Vecchio, “la conciencia humana no solo anhela la paz, sino también la justicia y la libertad, sin las cuales la paz no tiene verdadero valor”.