Un acontecimiento editorial de este otoño en EEUU ha sido la aparición de Kissinger, 1923-1968: The Idealist (Penguin Press), primer volumen de una biografía autorizada del ex secretario de Estado norteamericano. Su autor es el historiador británico Niall Ferguson, docente en la universidad de Harvard, el mismo centro académico donde Henry Kissinger cursó sus estudios. Ni que decir tiene que lo llamativo es el subtítulo de este libro, The Idealist, un calificativo que choca de bruces con la habitual clasificación del biografiado entre los más destacados representantes del realismo político. Después de todo, la historia de Harvard, tal y como señala Ferguson, está asociada al pragmatismo, en el que la verdad parece edificarse al compás de los acontecimientos, en el que los hechos tienen que demostrar lo que es bueno. En cualquier caso, Harvard es un lugar que deja huella. Allí impartió clases, entre otros, el filósofo William James, y hay quien se pregunta si Barack Obama también modeló su pragmatismo político en las aulas de esa universidad de Massachusets.
La originalidad del libro consiste en presentar un Kissinger desconocido, un joven estudiante que forjó en Harvard su visión del mundo de la mano de profesores como William Yandell Elliott. Este docente contribuyó a sacar a la superficie las cualidades de un joven que, en los años posteriores a la II Guerra Mundial, no se caracterizaba por su sociabilidad y que afirmaba que únicamente había venido a la universidad para estudiar. Estos rasgos le convertirían en un “hombre invisible” para la mayoría de sus compañeros, un tipo peculiar que además de buscar un grado, tenía, ante todo, el afán de ampliar conocimientos. Esa clase de alumnos suelen tener un mayor grado de intimidad con algunos profesores, como fue el caso de Kissinger con Elliott, un intelectual que forjó sus convicciones con lecturas de Platón, Shakespeare y la Biblia. Y como consecuencia, expresaba una teoría política entendida como una lucha entre el bien y el mal, algo nada extraño en unos tiempos en que el fascismo o el comunismo habían sido declarados como principales enemigos de EEUU. La influencia de Elliott llevará a Kissinger a inclinarse hacia un pensamiento filosófico sustentado por Spinoza y Kant. Si hubiera perseverado en esa dirección, el político norteamericano habría pasado a engrosar, probablemente, la lista de representantes del internacionalismo liberal y de los defensores de las organizaciones internacionales en la construcción de la paz. De hecho, existió un Kissinger, que en la década de 1960, empezó citando a Kant al comienzo de un discurso ante la Asamblea General de la ONU.
En esta biografía intelectual, mucho más apasionante que la crónica de una existencia centrada en la mera descripción de hechos, Ferguson nos sorprende con un Kissinger que, tras rechazar los determinismos históricos de Spengler y Toynbee, se adscribe a una visión kantiana del mundo, en la que la búsqueda de la paz perpetua es el objetivo último de la Historia. El Kissinger, influenciado por Elliott, valorará el poder de las ideas, y se dará cuenta de que la guerra fría no es un conflicto entre dos sistemas económicos opuestos sino, sobre todo, una guerra psicológica. Con el Plan Marshall, ejemplo de estrategia de contención económica, no será suficiente para resistir a la URSS. De ahí que todo economicismo resulte una simplificación peligrosa, aunque ese tipo de reduccionismos hacía fortuna en las políticas de Dean Acheson y sus inmediatos sucesores en el Departamento de Estado. Y también se practicaron allí otras simplificaciones como la de percibir nuevas versiones del comunismo en los nacionalismos afroasiáticos.
Pese a todo, Kissinger no siguió el itinerario filosófico marcado por Elliott. Pocos años después, el joven doctor se echó en brazos de la Historia, y no tuvo reparos en decir a su mentor que lo que le interesaba era la política práctica de los Estados en las relaciones internacionales, mientras que Elliott solo apreciaba la filosofía. Esto explica que Kissinger redactase una tesis de Historia de las relaciones internacionales, A World Restored: Metternich, Castlereagh and the Problems of Peace 1812-1822. Toda una demostración de que la paz en la Europa post-napoleónica se alcanzaría por medio de los principios de legitimidad y equilibrio. El autor pretendía analizar el punto de vista de los grandes estadistas del pasado, algo de mucho más interés que todas las teorías filosóficas. De esta manera, la evolución ideológica de Kissinger será claramente antikantiana, pues este estudio solo puede llevar aparejada la conclusión de que la paz no llegará por obra del Derecho o de las organizaciones internacionales sino por medio de la política de equilibrio, capaz de moderar las ambiciones de las grandes potencias.
El resto de las conclusiones en esta evolución hacia el realismo, son obvias: hay que negociar y negociar en todas partes, tal y como preconizaban Metternich o Talleyrand; y los militares no sirven para hacer la paz, pues solo aspiran a la victoria. En cambio, toda negociación sirve para expresar que el poder es finito. Y de la admiración de Kissinger por el período 1815-1914, en el que no hubo guerras generales en Europa, también cabe deducir que lo único a lo que se podría aspirar es a la estabilidad, pero no a la paz perpetua.