EEUU y la UE han decidido, por el momento, frenar su guerra comercial. Tras una reunión en Washington el pasado 25 de julio, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se han comprometido a trabajar para conseguir una zona de libre comercio transatlántica sin aranceles, subsidios ni barreras no arancelarias (que excluye al sector del automóvil). Para empezar, aunque no está claro cómo se va a conseguir, EEUU exportará más gas natural licuado (GNL) a la Unión (lo que reducirá su dependencia energética de Rusia) y los países de la UE comprarán más productos agrícolas (sobre todo soja) norteamericanos. También se darán pasos atrás en la escalada arancelaria que comenzó hace unos meses cuando EEUU impuso aranceles a las importaciones de acero y al aluminio europeas alegando (absurdamente) razones de seguridad nacional, y que desataron represalias proporcionales por parte de la Unión. Así, mientras las negociaciones estén en marcha, no se establecerán nuevos aranceles (EEUU había prometido imponerlos sobre las importaciones de coches europeos) y se trabajará por eliminar los que acaban de aprobarse. Por último, ambas potencias van a estudiar una reforma de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que le permita volver a jugar el papel de árbitro en la gobernanza de la globalización que, en los últimos tiempos, EEUU le había negado.
“Si el objetivo de Trump era eliminar los aranceles transatlánticos, se podría haber ahorrado este último año de tensiones comerciales”.
En definitiva, tras meses jugando al “a ver quién pestañea primero”, que se habían traducido en una peligrosa escalada arancelaria a la que no se le veía un final y que, además, minaba la confianza entre las partes, se ha optado por rebajar la tensión y buscar una solución negociada. Se trata sin duda de buenas noticias para todos. Ni “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar” ni “los aranceles son geniales” (Trump dixit, vía Twitter), y el conjunto de la economía mundial tenía mucho que perder si la situación no se reconducía. Aunque la guerra comercial no iba a generar una recesión, y sus efectos se sentirían sólo a medio y largo plazo, la escalada del conflicto era muy peligrosa porque amenazaba con destruir el sistema de reglas multilaterales de la OMC que sostiene el orden liberal internacional sobre el que se asienta gran parte de la prosperidad que se ha generado en las últimas décadas, aunque su reparto haya sido demasiado desigual. Asimismo, la dinámica de confrontación amenazaba con crear una brecha insalvable en la relación transatlántica, que ya se estaba poniendo de manifiesto tanto en la última cumbre del G-7 en Canadá como en la de la Alianza Atlántica en Bruselas.
Sin embargo, tampoco puede afirmarse que todo haya vuelto a la normalidad. Primero, porque Trump sigue siendo un nacionalista impredecible cuya palabra vale bien poco. En la medida en la que esta decisión le permita vender a su electorado que ha logrado doblegar la voluntad de la UE gracias a sus extraordinarias dotes negociadoras, mantendrá su palabra. Pero si no, puede volver a cambiar de opinión, sobre todo cuando vea que el déficit por cuenta corriente de EEUU no baja (y no lo hará mientras siga reduciendo impuestos y desincentivando la tasa de ahorro nacional) y que las exportaciones alemanas a EEUU se mantienen elevadas por el deseo de los norteamericanos de comprar coches de alta gama alemanes.
Segundo, porque lo que en realidad ha sucedido es que hemos vuelto a la agenda de negociación del tratado de comercio e inversiones entre EEUU y la UE (el olvidado TTIP), que se llevaba negociando desde 2013 y que la Administración Trump abandonó en 2017. Si el objetivo de Trump era eliminar los aranceles transatlánticos, se podría haber ahorrado este último año de tensiones comerciales. El TTIP ya había acordado la reducción de prácticamente todos los aranceles a las manufacturas y también planteaba aumentar el comercio de GNL, así como lograr cierta convergencia de estándares regulatorios. Donde se había atascado había sido en la armonización o reconocimiento mutuo de las reglas entre ambos mercados (que son esenciales para facilitar el comercio de servicios), y que se habían topado con importantes resistencias por las diferentes tradiciones regulatorias en cuanto al principio de precaución, la protección al consumidor, la seguridad alimentaria y la regulación financiera, entre otras. Y también por el rechazo de la ciudadanía europea de establecer el mecanismo de arbitraje de inversiones que promovía EEUU y de las autoridades norteamericanas a abrir su jugoso mercado de compras públicas a las empresas europeas. Como ninguno de estos temas va a desatascarse ahora (de hecho, el rechazo que Trump despierta en Europa hará mucho más difícil un ambicioso acuerdo comercial transatlántico), en el mejor de los casos podríamos encontrarnos ante un TTIP light (centrado en aranceles cero), cuyos beneficios ya estaríamos disfrutando desde hace dos años si así lo hubiéramos querido. Pero como a Trump le gusta aparecer como el gran negociador que resuelve problemas, primero tiene que generar un conflicto allí donde no existe, para luego aparentar que lo ha resuelto, cuando simplemente se ha echado atrás, y siempre con actitudes intimidatorias y de desprecio a las reglas que hacen que la convivencia internacional no sea un campo de minas.
Lo importante ahora es confiar en que EEUU y la UE, más allá de frenar su batalla comercial, puedan trabajar con Japón y otras potencias afines para adaptar las reglas del comercio internacional imbricadas en la OMC a la realidad económica actual, de forma que se pueda integrar a China en la gobernanza de la globalización sin ir a una guerra comercial con ella. Ese es el principal reto que tenemos por delante, y también el más difícil. Pero que Trump haya tratado a Juncker como un igual y haya entendido que la UE es su socio clave en esta empresa es una buena noticia.