A diferencia de Irak– donde se cuenta con los soldados iraquíes y los peshmergas kurdos para protagonizar la fase de combates terrestres contra Daesh-, en Siria la tarea de derrotar a las huestes del autoproclamado califa Ibrahim (y/o provocar la caída de Bashar al-Asad) presenta una dificultad añadida. Descartada tanto en Washington como en otras capitales occidentales la intervención directa con fuerzas propias desplegadas en el terreno, y conscientes de que los ataques aéreos no lograrán resultados definitivos, los interesados en impulsar dicha tarea apuran sus opciones para conformar una fuerza local que puede acabar creando más problemas de los que, en el mejor de los casos, resuelva a corto plazo.
Los problemas que sufren Irak y Siria (que van más allá de la presencia de Daesh en su territorio) no encontrarán solución por vía militar; pero, repitiendo errores anteriores, ésa vuelve a ser la opción tomada por quienes tienen intereses en la región. Así se entiende el acercamiento entre Turquía y Qatar, por un lado, y Arabia Saudí, por otro, con la muy directa implicación de Estados Unidos, superando momentáneamente las diferencias ideológicas y estratégicas que les han llevado hasta ahora a apoyar a actores locales enfrentados entre sí y a mantener posiciones distintas sobre el papel que debe tener el actual régimen sirio en el futuro del país.
Con la vista puesta simultáneamente en Daesh y en el régimen sirio (aunque no todos colocan estos dos objetivos en el mismo orden), Ankara y Doha –firmes defensores de los Hermanos Musulmanes y sus afiliados locales– han optado por entenderse finalmente con Riad –a pesar de que el régimen saudí los percibe como actores indeseables y como una amenaza a su propia permanencia en el poder. Como resultado de esa forzada convergencia de intereses, desde febrero último se han ido concretando acuerdos bilaterales de Estados Unidos tanto con Jordania como con Arabia Saudí y Turquía para que militares estadounidenses (y de algunos otros ejércitos occidentales) instruyan a rebeldes sirios con vistas a futuros combates terrestres contra fuerzas de Daesh.
La escasa confianza en este proceso, tanto por el previsible ritmo de instrucción –unos 5.000 rebeldes al año– como por el obligado descarte de las más operativas Unidades de Protección Popular –sus componentes son kurdos sirios, vistos con obvia reticencia por Ankara–, está acelerando otra dinámica paralela. Se trata, en esencia, de repetir lo ya realizado desde febrero del pasado año con la constitución del Frente Sur –en el que, con apoyo saudí, jordano y estadounidense, confluyeron hasta 53 grupos armados bajo el liderazgo del Ejército Libre de Siria (ELS)–, que ha logrado algunos resultados desde sus bases en el sur del país, especialmente en Quneitra y Deraa.
Ahora, tras varios intentos fallidos para convertir a Harakat Hazm (del ELS) y al Frente Revolucionario Sirio en el núcleo de una nueva plataforma rebelde para operar en las provincias del norte, se refuerza la imagen de las milicias de Ahrar al Sham y de Jabhat al Nusra liderando desde finales del pasado mes una amplia ofensiva (La Batalla de la Victoria) en las provincias de Idlib y Hama en la que también participan muchos otros grupos subordinados/coordinados. Ese proceso contra natura desembocó en Jaish al Fatah, que ya en marzo pasado logró tomar la ciudad de Idlib.
Desde entonces, y sin que el régimen haya perdido todavía ninguna posición fundamental para sus intereses, lo que se observa es un creciente desbarajuste que alinea en el mismo bando a fuerzas del ELS (apoyadas por Washington y Riad) con las de Jaish al Fatah (apoyadas por Riad, pero no por Ankara y Doha), mientras el hasta ahora demonizado Al Nusra colabora en algunos frentes con Daesh y en otros confraterniza con el ELS.
A la espera de ver qué sucede a corto plazo en el campo de batalla–con fuerzas rebeldes que avanzan ahora hacia la vital zona de Latakia y con fuerzas del régimen tratando de anular la resistencia en los suburbios de Damasco y de abortar el avance rebelde en el norte– se vislumbran ya pésimas consecuencias de este repetido intento de jugar con fuego. En primer lugar, nada garantiza que esta nueva apuesta vaya a lograr la victoria contra un régimen que ha dado sobradas muestras de aguante y voluntad férrea para mantenerse en el poder (basta recordar lo ocurrido con el Frente Sur). Además, surgen de inmediato las dudas sobre el mantenimiento de una coalición de fuerzas tan heterogénea –unida tan solo por el deseo de eliminar a Bashar al-Asad de la escena y en la que los grupos más operativos son precisamente los de perfil yihadista. Tampoco está claro que todos los actores armados compartan la idea de que la prioridad es derrotar a Daesh y no a Al Asad, modificando sus propios cálculos para aceptar directrices foráneas. Por último, nada asegura que el apoyo en armas, financiación e inteligencia a actores tan inquietantes no vaya a abrir una puerta a mayores problemas si en algún momento llegan a alcanzar el objetivo de eliminar al actual régimen, potenciando sus capacidades para seguir adelante con sus respectivas agendas. Y luego nos lamentaremos.