En el marco de violencia diaria que se vive en Palestina desde hace décadas no es siempre posible determinar, cuando ocasionalmente los medios vuelven sus ojos hacia la zona, quién se ha adelantado en volver a añadir fuego al fuego. Pero en relación con lo ocurrido en la mezquita de Al-Aqsa el pasado viernes, con un desproporcionado asalto de la policía israelí que se saldó con unos 200 palestinos heridos (y 17 policías israelíes) según la Media Luna Roja, es inmediato concluir que la responsabilidad recae en las espaldas de las autoridades israelíes, especialmente por sus decisiones en torno a Jerusalén.
Decisiones, en primer lugar, que han buscado arbitrariamente poner aún más trabas a los palestinos en su intento de acceder a la Ciudad Vieja desde que comenzó el Ramadán. Eso ha ido derivando en frecuentes protestas palestinas y en acciones de fuerza por parte israelí, con un saldo de más de 170 heridos. En realidad, y por desgracia, nada muy distinto a lo que tantas otras veces se ha vivido en Jerusalén, una ciudad donde la minoría palestina se ve no solo marginada en disponibilidad de servicios sociales, infraestructuras, educación, sanidad y presupuesto municipal, sino que también sufre el peligro real de perder sus permisos de residencia o incluso sus hogares.
Eso mismo es, como segundo factor explicativo, lo que temen ahora mismo alrededor de setenta familias palestinas, contando con que hoy mismo se decide en los tribunales israelíes si los colonos que desde hace años vienen allanando hogares palestinos en el barrio de Seikh Jarrah imponen finalmente sus reclamaciones, haciendo valer supuestos documentos de propiedad de casas que los palestinos reclaman como propias, presentando documentos registrados ante la autoridades jordanas (administradoras de Cisjordania hasta 1967). No se trata, como aduce irresponsablemente el ministerio de Exteriores israelí en un inefable comunicado auto-exculpatorio, de una disputa inmobiliaria entre particulares, sino del resultado de una sistemática estrategia de limpieza étnica impulsada por movimientos de ultraderecha supremacista como Elad, generosamente financiado por particulares y empresas radicadas en paraísos fiscales, y avalado y protegido por el mismo gobierno israelí liderado por Benjamin Netanyahu.
Son esos factores coyunturales, añadidos al efecto acumulativo de una frustración y desesperación cada vez más profundas –provocado tanto por la actitud agresiva de una potencia ocupante que no cesa de negar sus derechos a los palestinos y de expandir la ocupación día a día, como por la mala gestión de unos dirigentes palestinos que ya han agotado su capital político hace tiempo–, los que explican la vuelta a las manifestaciones callejeras de protesta que han desembocado en los sucesos del último viernes del Ramadán. Y es precisamente ahí dónde Netanyahu –político que acaba de fracasar en su intento de liderar una nueva coalición gubernamental, tras las elecciones del pasado 23 de marzo– cree haber encontrado una última oportunidad para evitar un revés que puede arruinar no solo su carrera política sino también la personal.
Ahora son Yair Lapid (líder del partido centrista Yesh Atid) y Naftali Bennett (líder del ultraderechista Yamina) los que se afanan por sumar los 61 apoyos parlamentarios que necesitan para liderar un nuevo gobierno. Si lo logran –y quedan muchos obstáculos por superar para aunar voluntades partidistas difícilmente conciliables– Netanyahu se va a ver en un muy serio aprieto, con las tres causas judiciales que ya pesan sobre él. Por eso no puede extrañar que, siguiendo sus indicaciones, su fiel ministro de seguridad, Amir Ohana, haya escenificado esta sobreactuación policial. Propiciar el caos, creando una nueva situación de excepcionalidad, y extremar la polarización sociopolítica, haciendo aún más difícil el acuerdo entre los socios que necesita Lapid, le sirven, como mínimo, para ganar tiempo. Y eso es lo que necesita, aunque para ello tenga que castigar a una parte relevante de su población (los árabes israelíes son el 20% del total) y seguir perjudicando la imagen y los intereses de Israel.
Tanto o más penoso que ese comportamiento es la reacción internacional, con el Estados Unidos de Joe Biden a la cabeza, repitiendo frases vacías de contenido, desgastadas por el uso de décadas, reclamando contención a las partes. Una reacción tan débil que solo sirve para que el gobierno israelí interprete que el semáforo sigue estando en verde y, por el contrario, para que los palestinos entiendan que nadie (incluyendo a los gobiernos árabes) se la va a jugar por su bienestar y su seguridad. Por eso tampoco puede extrañar que un gobierno que no se siente obligado a respetar las normas más elementales de un Estado de derecho, y que está acostumbrado a gozar de una impunidad que no tiene equivalente en todo el planeta mantenga el rumbo que le lleve a dominar la totalidad de la Palestina histórica y, en clave española, se atreva a acusar de financiación del terrorismo a una persona como Juana Ruíz Sánchez, en una nueva muestra de su intención de acallar las voces de los actores humanitarios.
Para quienes les gusta jugar con fuego, conviene que no olviden que la segunda Intifada arrancó en septiembre de 2000 como respuesta a la provocadora visita del entonces jefe de la oposición, Ariel Sharon, a la Explanada de las Mezquitas.