Por supuesto, la participación de Japón en el bando capitaneado por Washington en el escenario geoestratégico del Indo-Pacífico no comienza ahora. Pero el presupuesto adicional de defensa aprobado el pasado día 26 –sumado al ya aprobado en su momento para el año fiscal que comenzó el pasado mes de abril– es una inequívoca señal de que está dispuesto a reforzar aún más su apuesta para sumar fuerzas frente a la emergencia de China como rival estratégico, sin olvidar a Corea del Norte y Rusia.
El presupuesto que el gobierno liderado por Fumio Kishida ha sacado ahora adelante supone en sí mismo un salto cualitativo en el alineamiento militar japonés. En 2020 el capítulo de la defensa ya alcanzó la cifra récord de 48.160 millones de dólares (0,94% del PIB), en una senda alcista que arrancó hace ya seis años, y que coloca a Japón solo por detrás de Estados Unidos, China, India, Reino Unido, Rusia, Arabia Saudí, Francia y Alemania. Si se tiene en cuenta que, derivado de su derrota en la II Guerra Mundial y su declarada opción pacifista posterior, el país no cuenta formalmente con unas fuerzas armadas –sino solo con las Fuerzas de Autodefensa de Japón (FADJ), creadas en 1954– y que hasta 2007 no contó con un Ministerio de Defensa –sustituyendo a la Agencia de Defensa que existía desde aquel mismo año– ese salto adquiere aún mayor relieve. De hecho, la cifra final resultante (53.000 millones de dólares) supone un 1,14% del PIB japonés, rompiendo finalmente el umbral del 1% de su PIB dedicado a la defensa –decidido en 1976, no por una imposición foránea como suele creerse, sino por voluntad del gobierno encabezado en aquel momento por Takeo Miki.
De ese modo, Japón pasa ahora a manejar un presupuesto que apunta directamente a materializar las palabras de Kishida, comandante en jefe de unas FADJ que actualmente cuentan con unos 230.000 efectivos, cuando ya en la reciente campaña electoral anunciaba su propósito de colocar a Japón al mismo nivel de los países miembros de la OTAN. Eso significa acelerar el ritmo de subida para llegar hasta el 2% del PIB, en línea con lo que acordó la Alianza Atlántica en la Cumbre de Gales (2014). En todo caso, ni se ha definido todavía un marco temporal detallado para llegar a ese punto, ni cabe pensar que el proceso será suave cuando se toman en consideración las resistencias que una sociedad como la japonesa va seguramente a plantear, no solo por su sólida vocación pacifista, sino también por las urgencias que plantea una crisis económica arrastrada durante años y una pandemia que está lejos de ser superada. De momento, la cifra inicial que acaba de adelantar el Ministerio de Defensa para el próximo año fiscal ya supera los 49.000 millones de dólares; es decir, un presupuesto que también estaría por encima del hasta ahora sacrosanto 1% del PIB.
Pero, además, la decisión del gabinete de Kishida –consolidado tras la victoria en las elecciones parlamentarias del pasado 31 de octubre, pero consciente de que su peso político ha decaído entre los votantes– implica un aún mayor alineamiento con Estados Unidos y, por tanto, una mayor exposición a las hipotéticas represalias de Pekín, Pyongyang o Moscú. Por un lado, y desde hace tiempo, van creciendo las voces críticas en la sociedad japonesa por el coste que supone la subordinación a Washington. Por otro, esa misma sociedad es consciente de su creciente vulnerabilidad frente a la emergencia china, tanto en el mar de Japón como en las más lejanas aguas de los mares del este y del sur de China. Y de esa contraposición de percepciones todo acaba confluyendo en la idea de que Japón no cuenta con medios propios suficientes para defender sus intereses vitales en la región. O, lo que es lo mismo, que seguirá necesitando a Estados Unidos como garante último de su seguridad durante mucho tiempo.
Se trata, por una parte, de entender que, a pesar de seguir siendo la tercera economía mundial y contar con una relevante capacidad científica y tecnológica, la urgencia por mejorar sus capacidades de defensa le lleva a seguir atado a Washington como su principal suministrador de material, equipo y armamento. Y, por otra, a asumir que la autarquía es una opción irreal ante el proceso de rearme chino y su afán para terminar dominando no solo los mares adyacentes a su masa continental, sino también a rivalizar con quien sea por abrirse paso a los océanos. Por eso Kishida, continuando la senda marcada ya por Shinzo Abe desde 2012, parece empeñarse ahora decididamente no solo en mejorar sus capacidades militares convencionales en defensa del archipiélago y en futuras operaciones internacionales de paz, sino también en dotarse de medios para jugar tanto en el espacio ultraterrestre como en la guerra electrónica y en el ciberespacio. Mientras tanto, el debate sobre la opción nuclear sigue adelante, aunque no parezca una opción realista a medio plazo.